Romantizar la vida

¿El que romantiza huye de la realidad y es, por tanto, un cobarde, o es, por el contrario, alguien audaz que sabe mirar con mayor hondura?

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Este verano, en una de esas interminables conversaciones de sobremesa, alguien dijo que deberíamos «romantizar la vida». Al parecer, con eso se refería a poner atención en lo que hacemos, a huir de la prisa y a procurar que todo, hasta lo más pequeño, lleve consigo el sello de la belleza. Entendí el argumento, y, mientras veía cómo las golondrinas asaltaban con donaire el agua de la piscina, la propuesta me convenció.

Pero no debió de convencerme del todo, porque durante los días siguientes me sorprendí dándole vueltas al asunto, sin saber a qué carta quedarme. ¿El que romantiza huye de la realidad y es, por tanto, un cobarde, o es, por el contrario, alguien audaz que sabe mirar con mayor hondura? Y, en cualquier caso, ¿qué es «romantizar» algo? ¿Edulcorar lo que pasa y conjurar, siempre y en todo, cualquier nota de amargor?

Las palabras, sobre todo cuando nombran lo grande («amor» o «libertad», por ejemplo), son un arma de doble filo: por un lado te defienden, y por el otro te hieren. Uno ya no sabe, pues, qué significa «romántico». El diccionario dice que ese adjetivo define al «sentimental, generoso y soñador». Vale. Pero ¿y si el «sentimental» se convierte en sensiblero y, cuesta abajo, acaba siendo patético? ¿Y si el «generoso», por falta de una mínima audacia, deviene en tonto de solemnidad? ¿Y qué pasaría si el «soñador», acurrucado en sus proyectos, optara por no despertarse al mundo y no fuera más que un puñetero cobarde?

El asunto volvió a salir en otra conversación. Y la respuesta me la ofreció mi mujer con unas palabras aladas que le había oído unos días antes a la fotógrafa Lupe de la Vallina. Las copio, para no estropearlas: «Queréis romantizar la vida porque la realidad os sabe a poco. Pero la solución no es decorarla. La solución es buscar a Dios o el misterio profundo último de la existencia, y dedicar toda la energía con la que contéis para aprender el lenguaje del misterio del que está hecho la vida».

Y, a renglón seguido, decía con mucha fuerza: «La angustia existencial no se va a quitar porque paséis momentos de calidad en el pueblo, con vuestros vecinos o con vuestros abuelos, o porque decoréis la casa. Eso son cosas maravillosas, cosas que son necesarias para una vida buena, pero la angustia existencial se os va a pasar mirando al abismo a los ojos. El agujero negro alrededor del cual estamos decorando la vida en muchas ocasiones no es más que la altura para la que estamos hechos, es como la dimensión de nuestro corazón, la dimensión humana. No son las pequeñas cosas. Las pequeñas cosas son una gilipollez si no tienen sustancia».

Así que no romantiza la vida quien sin más la adorna, sino quien se roza con ella y siente su tacto a veces rugoso; quien prefiera, por encima de lo cool y lo trendy, la inacabada tarea de excavar las galerías del misterio.

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