Si, como diría Jesús Nieto Jurado, la nostalgia de lo no vivido me lo permite, pienso que de haber vivido en el siglo XX todo habría sido distinto. A veces me imagino vestido de militar, en algún frente recóndito, o fumando Ducados en un bar de carretera. Es como la canción de Sabina. Tahúr en Montecarlo o gitanito en Jerez, qué sé yo. De haber nacido hace un siglo estos fríos días de diciembre yo no tendría que soportar los olores artificiales sino, sencillamente, el humo de mi pipa. En el centro de Madrid no venderían, como hacen hoy, gofres con forma de tal, sino castañas y barquillos. De haber vivido el siglo pasado, me habría encantado llevar un sobrero como el de Humphrey Bogart en Casablanca y una de esas corbatas de paramecios fantasiosos a las que Julio Camba dedicaba artículos.
No sé: saldríamos a la calle y no habría nacionales custodiando bocas de metro, sino gitanas vendiendo lotería, doña Manolitas por todas partes, repartiendo suerte y romero. Una suerte que siempre cae donde más la esperan. De haber vivido el siglo pasado, los de mi generación conocerían a Gregorio Ordóñez y no a Santa Claus. Coca-Cola sería eso, un refrigerio para cuando vas al cine y pienso que todavía quedarían salas de cine funcionales, no como ahora. En las casas se brindaría escuchando a Rafael, que estos días brinda desde el hospital, y no aplaudiendo a los Javis y los Jordis o las Lalas y las Chuses. Y Ayuso y su balcón navideño no harían falta, porque oigan, lo de defender la libertad se habría hecho solo.
De haber vivido el siglo pasado —yo sigo esta Nochebuena en mis trece— los semáforos no tendrían falda, ni los pasos de peatones albergarían microcuentos. Las muñecas de Famosa irían al portal y no a la cola de los ERTE, y en la televisión estaría, qué sé yo, Camilo Sesto, y no Jorge Javier cantando la traviata. Baltasar sería negro y en las cabalgatas vestiría de eso mismo, de rey mago, sin mayor elocuencia que la de la imaginación infantil, que es la mayor de todas. Sospecho que hoy en Paiporta celebrarían la Navidad sin barro, gracias a un Estado movilizado en ayudar a quienes lo forman. ¡Qué tiempos aquellos!
La nostalgia de lo no vivido no me impide, sin embargo, resignarme a querer cerrar los ojos por un momento e imaginar que son ficción las reinas magas, que una drag queen jamás lanzó caramelos el cinco de enero, que esta noche nadie cenará hot dogs o pizzas hawaianas y que nunca preferimos un producto americano con sobrepeso sobre una tradición milenaria. Claro que abro los ojos y descubro que todo cuanto nunca viví tampoco lo harán mis hijos. ¿O acaso sí?
Leí hace tiempo que la Navidad es la época en la que viene Dios, aunque nunca se haya ido. Pienso recurrentemente que, de haber nacido en este siglo, los Reyes no llegarían a Belén sin pasaporte COVID, Herodes estaría encantado con las subvenciones al aborto y al Niño Jesús no lo habrían podido cobijar una mula y un buey por aquello del maltrato animal. Por no hablar de Israel y Palestina, claro. El mundo está como está y aún así los católicos celebramos la Navidad; porque quien siempre ha estado vuelve de nuevo, y porque pocos fenómenos resultan tan inactuales como necesarios. Al final va a resultar que lo de la «buena nueva» no era una forma de hablar. Chesterton escribió que «la Navidad no encaja en absoluto con el mundo moderno» y yo he dejado de sentirlo por nosotros. Ahora lo siento por todos los demás. Si no les gusta la Navidad, pues peor para ellos y mejor para nosotros.