Día sí y día también, vemos un ejemplo tras otro de lo alienado que está el hombre europeo. En una sociedad completamente individualista, se ha perdido la noción del yo. Ya no existen los orígenes, pues a estos solo podrán apelar algunos para victimizarse. La desconexión del sistema frente al ciudadano es evidente, pero a esta ruptura tan flagrante solo la sigue una aún mayor, que es la de la propia persona con el sentido de trascendencia.
Dejamos un país a nuestros hijos que demográficamente hablando no tiene nada que ver con el de nuestros abuelos. Abandonamos nuestras tradiciones desde la atalaya moral del «ciudadano del mundo», que no es más que un necio nadando en las estancadas aguas de lo postmoderno.
Sin fe a la que acogerse y bajo una historia ahora demonizada, Europa es una suerte de parque temático para el Capital en el que se le ha abierto la puerta a todo frente a lo que una vez luchó. ¿Quo Vadis, hombre moderno? Somos una caricatura de aquellos que fueron mejores que nosotros. La auctoritas, la Verdad, el asombro y el deseo de perdurar en el tiempo son conceptos que han pasado de moda. Con la muerte de Dios anunciada por Nietzsche ha llegado una escala de valores hecha a medida de un superhombre que se escribe con minúscula.
Los adultos y mayores ya no se dan aludidos porque «tienen la vida hecha», y hasta cierto punto es cierto. Los jóvenes migran o aborrecen el sistema en el que tienen la obligación de prosperar. Este desdén contra el sistema es una piedra más en el camino para la construcción de proyectos a largo plazo: ¿Para qué iba yo a sudar por algo que no quiero sostener?
La obsolescencia programada de lo que consumimos y creamos ha llegado a los proyectos de vida, ya que «lo de toda la vida» suena hasta anacrónico. Lloramos por un prójimo a kilómetros mientras olvidamos al que tenemos en frente. Debemos abandonar la soberanía de las corporaciones para volver a ejercer el ministerio del hombre universal. Un hombre comprometido con su futuro y de los que lo acompañan, asombrado ante las pequeñas cosas, uno que exalte lo bello y lo auténtico como alimento del alma. En una generación llena de «líderes» de currículum necesitamos más que nunca gente dispuesta a luchar por unos resultados que solo se ven con canas en el pelo. El hombre europeo no es heredero, no sólo tiene el derecho de tomar lo que es legítimamente suyo, sino que es custodio y guardián de unos valores eternos, inmutables e infinitamente mejores que los que un maleado Capital trata de imponer.
Es por ello por lo que en estas Navidades llenas de mercadillos y felicitaciones de fiestas vacías, hagamos un ejercicio de reflexión sobre a dónde queremos ir y qué queremos dejar a los que vienen detrás de nosotros. Intentemos que lo brillante de las luces de neón no nos prive de ver las auténticas estrellas.