Sin causa conocida, el pequeño sufrió durante días unos picores horribles. Empezó con un leve sarpullido que luego se extendió por los brazos. Después de unos días, y una vez contenida la erupción, el niño estaba orgulloso de sus heridas de guerra. Lo comprobamos cuando la madre de la criatura le dijo que no se preocupara, que las postillas no le dejarían marca. El niño debió de agradecer el detalle de ternura, pero mostró a las claras su disconformidad: «Yo quiero que me queden las marcas». Sus padres nos miramos. El pequeño remató su argumento: «Es que son marcas de mi vida». Volvimos a miramos, admirados. Cuando menos lo esperas, salta la liebre, y entonces aprendes de tus hijos algo que quizá tú no sabrías enseñarles.
Porque muchas veces vivimos, en efecto, como si no quisiéramos que la vida nos marcara. Como si el imperativo de triunfar nos evitase las heridas (una decepción, un malentendido, una ausencia irrestañable). Como si la conveniencia de la sonrisa impidiera todo sufrimiento (un revés económico, una amistad rota, una calumnia). Como si el Paraíso fuese el lugar donde reina lo trivial. Como si la liviandad de la comedia y de la risa floja nos pudieran ahorrar al fin el drama.
Pero, lo quiera o no, quien recibe el don de la vida tiene ante sí un drama inevitable. Quien sabe que morirá —y hay que ser muy necio para no recordárselo de cuando en cuando—, a la fuerza se planteará cómo vivir. ¿Podrá hacerlo como si sus días no fueran más que un chiste? Uno recuerda aquí a Julián Marías, que argumentó que si intentamos comprender «la significación de la vida, del tiempo limitado de su duración, tenemos que verla dramáticamente». Y también viene a la memoria la famosa escena de El Club de los Poetas Muertos: en clase de Literatura, el Profesor Keating reúne a torno a sí a sus alumnos y les cita unos versos de Walt Whitman, para que les quede claro «que prosigue el poderoso drama y que tú puedes contribuir con un verso». Así que, de la misma forma que no hay río sin corriente, no existe biografía sin drama; y poetas somos todos, aunque no sepamos métrica.
Sin embargo, qué serenidad la de nuestro marasmo, esa quietud en la que matamos el tiempo y nada ni nadie nos afectan. Aunque eso nos aburra, parece que nos serena. Llamamos paz al estancamiento y a la desgana. Sufrimos una apatía que confundimos con la calma. Se cambia aventura por pasatiempo —valientes abstenerse—.
No estoy haciendo tremendismo de salón. No confundo tragedia y drama. Sólo trato de resistirme a la banalidad ambiental y al veneno de la insignificancia, y sostengo que todos los días pasan cosas que nos sobrepasan y trascienden: un dolor abrirá en el alma espacios inexplorados, un hombre y una mujer engendrarán un hijo, un niño de ocho años lucirá en su piel, como medallas del drama, las marcas de una vida.