La presidente del Banco Central Europeo (BCE), Christine Lagarde, ha alertado recientemente del «riesgo» de que las stablecoins, las criptomonedas diseñadas para minimizar la volatilidad de su valor, ligándolo a uno o varios activos, como el dólar o el euro, den lugar a la creación de «nuevas monedas privadas».
Según la que fuera directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), el peligro es «considerable» para la soberanía de las naciones y para el «bien común» que representa la moneda como institución. También ha pedido de nuevo —cómo no— una regulación mundial, para proteger «la eficacia de las políticas monetarias de los bancos centrales» ante la posibilidad de que se reduzca el volumen de dinero depositado en los bancos comerciales tradicionales: «Creo que estamos cayendo en una confusión entre dinero, medio de pago e infraestructura de pagos, y eso se ve acelerado o subrayado por la tecnología empleada».
La antigua ministra de Economía de Francia ha señalado que las stablecoins «pretenden ser monedas que en realidad no son», y ha expresado que el dinero, según ella, es «un bien público» del que los burócratas están «encargados de asegurar y proteger», frente a la «privatización». ¿Cómo? Mediante la imposición un monopolio privatizador que no sólo excluye a los usuarios de la posibilidad de emisión, sino que también les despoja de toda influencia sobre su valor y utilidad, en favor de funcionarios y grupos de influencia que se abrogan una superioridad intelectual y moral sobre quienes toman las decisiones de su propia vida.
El «bien público»
La noción de «bien público» suele asociarse, precisamente, al interés general. Al contrario de lo que parecen defender los banqueros centrales, el interés general no reside en la gestión centralizada y en el monopolio estatal de la moneda. De hecho, cualquier moneda controlada a discreción por una autoridad central no sometida a rendición de cuentas constituye una amenaza para ese interés general.
El bien público engloba todo lo que antecede y trasciende a toda legislación humana: la libertad, la propiedad y la «personalidad» (la dignidad, la vida y las facultades únicas de cada individuo). Es todo aquello que la ley positiva (creada por el Estado) debería proteger y no atacar de forma constante, como hace. El interés general se halla históricamente en todas las instituciones espontáneas que los individuos han creado a lo largo de generaciones. Por ello, cualquier afán del legislador por deconstruir y rehacer dichas instituciones en nombre de un «nuevo interés colectivo» constituye un ataque al verdadero interés general surgido de la acción humana.
Ése es, desde luego, el caso de la moneda, pues un monopolio sobre ella es el poder más contundente que un grupo puede ejercer sobre las masas. En palabras de Hayek, «en una sociedad libre, el bien común consiste principalmente en facilitar la persecución de fines individuales desconocidos… El más importante de los bienes públicos que requiere el gobierno no es la satisfacción directa de necesidades concretas, sino asegurar las condiciones en las que los individuos y los grupos más pequeños tengan oportunidades favorables de proveerse mutuamente de lo que necesitan».
La historia demuestra que el sistema de bancos centrales ha menoscabado continuamente el interés público (la propiedad, la libertad individual y la personalidad) al centralizar, devaluar y politizar la moneda. El resultado es que la moneda actual no cumple su función de reflejar la escasez relativa de bienes, servir como medio de intercambio y preservar valor. En síntesis, la moneda fiduciaria vigente —fruto del monopolio estatal— ya no posee sus propiedades esenciales: medio de cambio, reserva de valor, fuente de información.
La pregunta es obligada: ¿y si la función real de los bancos centrales fuera precisamente destruir ese «bien público» que la moneda debería representar, utilizándola como herramienta de expolio legal mediante la inflación monetaria, instaurando inestabilidad económica al manipular los tipos de interés y ejerciendo como arma contra las libertades individuales mediante un control gubernamental cada vez mayor sobre la vida de las personas? En este contexto, la promesa de monedas digitales parece la culminación de ese ataque coordinado al verdadero bien público.
Monedas privadas y el miedo a la competencia monetaria libre
Hayek, de nuevo, señala en La desnacionalización del dinero: «Si queremos conservar una economía de mercado funcional (y con ella la libertad individual), nada urge más que disolver el matrimonio impío entre política monetaria y fiscal, largo tiempo clandestino pero consagrado formalmente con el triunfo de la economía “keynesiana”».
Lejos de lo que insinúa Lagarde, un mercado en el que los participantes puedan intercambiar bienes y servicios por «monedas privadas» o por otros bienes y servicios sería la mejor forma de promover y defender la idea de «bien público» y el interés general. Sencillamente porque, al conceder a los individuos la elección explícita de su moneda (medio de cambio), éstos optarán de manera natural por la mejor que el mercado pueda ofrecerles: una moneda escasa que refleje la escasez del mundo, neutral, inembargable y cierta.
Una moneda en la que podamos almacenar el fruto de nuestro esfuerzo y nuestro tiempo para utilizarlos más adelante y de forma flexible; idealmente, una moneda fuera de las manos corruptibles y falibles del ser humano. La emisión de divisas privadas y la competencia libre entre ellas conducirían a una moneda de mayor calidad, pues estaría sujeta a mecanismos espontáneos de adopción. Dicho de otro modo, las preferencias individuales convergerían de forma natural hacia un único medio de intercambio.
Así, las personas libres de elegir su moneda favorecerán de manera natural aquella que mejor conserve su valor, sea más fiable para el cálculo económico y resulte menos manipulable o falsificable por el hombre. En un terreno de juego nivelado, el euro, por ejemplo, como cualquier otra divisa fiduciaria, no tendría ninguna posibilidad. Por eso precisamente, los bancos centrales, monopolizan —privatizan— la moneda como institución.