Siempre he sido poco amigo de las prisas. Procuro alejarme de ellas porque creo que no llevan a nada bueno. Quizá mi perfeccionismo patológico sea el culpable de ello. Mis primas pequeñas suelen preguntarme por qué hago las cosas con tranquilidad, por qué me esmero hasta en prepararme el Colacao de las mañanas. Existe un placer infravalorado en hacer las cosas sin prisa alguna: ordenar la habitación con meticulosidad, sabiendo que no te está esperando otra tarea; desayunar saboreando los churros recién traídos y el olor a café; agradecer la leve y misericordiosa brisa en la cara en un día de calor seco.
Hoy, la rapidez invade toda nuestra existencia, no hay nada que se escape a ella. Puede llegar a ser asfixiante, agotador, ir corriendo a todos lados y terminar cuanto antes lo que estemos haciendo. Hemos olvidado recrearnos en nuestros quehaceres diarios que, por otra parte, es un elemento indispensable para que las cosas salgan bien. En otras palabras, saber dedicarles el tiempo que merecen para poder darles el cariño que necesitan. Sin esta premisa, ni la comida de nuestras madres sería nuestra predilecta ni nuestro padre nos hubiera enseñado a montar en bici o a leer. Entregar el tiempo como forma de decir te quiero. Julio Llorente tiene un aforismo excelente que lo condensa: «En este tiempo agitado, la revolución consiste en quedarse (s)inmóvil».
Revolucionario es aquel que hoy día se atreve a vivir a compás del tiempo. Saber medir los tiempos y ajustarse a ellos; no forzosamente, sino con la elegancia genuina del que sabe que nada tiene que ganar porque a él todo le es dado. La añorada sabiduría de saber esperar de nuestros mayores la hemos despreciado y cambiado por una inmediatez sórdida que nos atolondra. Ciertamente la hemos pagado con nuestra alma. Inmediatez que, en realidad, nos vacía por dentro. Despreciamos todo aquello que nos lleve tiempo y tenga tiempo. Ya los hijos no heredan el coche de su padre, las hijas rechazan las joyas de su madre por antiguadas, el nieto cambió el reloj del abuelo por un reloj inteligente y la nieta se negó a aprender la receta de la abuela por llevar mucho colesterol, según le dijeron en las noticias.
Los revolucionarios han dejado de ser los jóvenes. Son los abuelos los verdaderos rebeldes porque, paradójicamente, no pretenden serlo. Inconformistas con el tiempo que les ahoga, continúan cuidando a sus nietos con su instinto paternal perfeccionado por su experiencia con sus hijos. Se esmeran en combatir el individualismo frío y calculador moderno con una táctica pretérita que siempre da frutos: su testimonio vital. Nos enseñan quiénes somos, de dónde venimos, nos cuentan sus historias y la de nuestros padres. Con su ejemplo nos enseñan que nuestra vida tiene un propósito. Son, en heroicos ejemplos, el esfuerzo personificado e inspiran y guían a sus nietos. Quien tiene a sus abuelos tiene una riqueza incalculable. Dichoso aquél.
Un signo de nuestro tiempo es el temor, disfrazado de odio, a la vejez. Como ya no creemos en una vida futura y eterna, nos horroriza el fin de nuestra existencia. Por ello, se combaten a las personas mayores olvidándolas y desdeñando la misión que tienen. Sí, aunque usted se haya jubilado o esté próximo a ella aún tiene cosas que realizar aquí. En las civilizaciones que nos precedieron, los ancianos eran cuidados con sumo mimo y escuchados atentamente. La nuestra, a causa de su odio genético a lo pasado, los acalla y los somete privándolos de sus hijos y nietos. Se atreve incluso a burlarse de sus costumbres y de sus formas de hablar. Ridiculiza su modo de vivir sencillo alejando del consumismo. Se escandaliza por su religiosidad y por su nulo interés de pretender ser quienes no son. Intenta aislarlos, los arrincona, para que se marchiten lentamente. La pasada pandemia es el mejor ejemplo de ello.
En cambio, a los jóvenes se nos induce a creer que envejecer es una carga y un castigo cuando es un privilegio. Nos relatan diariamente y exageradamente los horrores de envejecer porque, ciertamente, uno pierde facultades e independencia a medida que va sumando años. Nos incitan a luchar contra el tiempo de todas las formas habidas y por haber. Nos animan a levantarnos contra el tiempo. De ahí que la madurez en los jóvenes cada vez sea más tardía y se aferren a aquella adolescencia cuando todo fue sencillo y no entendíamos del todo la palabra preocupación. De esta forma luchan para que, nosotros los jóvenes, olvidemos, junto a nuestra condición de hijos, el don que supone sabernos nietos de nuestros abuelos.