Llevamos el fuego

Los libros son para quienes discurren despacio entre sus líneas y ven cómo éstas se abren. Es lo que sin duda pasa en 'La carretera'

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«Las afirmaciones abstractas siempre defraudan», escribió Newman en el discurso cuarto de La idea de la universidad. Consuela que este autor genial advierta la frontera con la que choca la especulación cuando se topa con el aquí, el ahora y lo concreto. Quizá para la concreción y los nombres propios se inventaron las novelas. Para que las historias se encarnen y se liberen de una abstracción que, por más que se aderece, al final resulta insípida. Y me explicaré con un ejemplo.

Mis lagunas lectoras son extensas y profundas: es mucho lo que no le he leído, y, además, lo leído debería releerlo con más atención y hondura. No me preocupa: es otro campo de batalla en el que enfrentarse a ese enemigo ubicuo que llamamos ansiedad. Pero eso no quiere decir que uno no persista en la tarea, siempre inacabada, de leer los clásicos pendientes (también los contemporáneos). Me ha pasado estos días con La carretera, la novela de Cormac McCarthy, de cuyas bondades había oído hablar a Higinio Marín. Un amigo me prestó su ejemplar. «Feliz depresión», me dijo al entregármelo. ¿Tenía razón?

La carreteraNo voy a resumir aquí el libro, porque, como dice Gregorio Luri, los libros son para los que se los trabajan. Y para quienes discurren despacio entre sus líneas y ven cómo éstas se abren, diciendo más de lo que parecía. Es lo que sin duda pasa en La carretera. Pese a la extrema dureza de su planteamiento distópico (todo acontece entre las sombras cenicientas de lo que sobrevivió a una catástrofe mundial), la historia no deprime. Relata el trayecto de un padre y un hijo hacia el Sur, por si allí se encontrara la salvación a tanto desastre. En ese viaje calamitoso, refulgen momentos de luz. Entre la penumbra se abre una vía (¿una carretera?) de esperanza. Y todo porque el padre y el hijo llevan consigo un fuego inextinguible.

Lo del fuego se repite en varios momentos de la historia. En el primero, en mitad de la noche, el niño pregunta a su padre si todo irá bien, si «no nos va a pasar nada malo». El padre contesta que no, y el niño sabe por qué: «Porque nosotros llevamos el fuego». Más adelante, en circunstancias extremas, el niño confesará que no sabe bien dónde está ese fuego. La respuesta del padre —que es, en fin, la respuesta de todo padre— es memorable: «Sí que lo sabes. Está en tu interior. Siempre ha estado ahí. Yo lo veo».

Ese es el quid. ¿Llevamos el fuego o, entre tanta furia y tanto ruido, lo hemos extraviado? Cuando, como en la novela, está «todo desencajado de su apuntalamiento, sin soporte en el viento cinéreo, sostenido por una respiración, temblorosa y breve», ¿dónde está ese fuego interior que dirige nuestros pasos hacia el Sur? Cuando hayamos perdido incluso la noción de lo que arde, ¿volveremos al padre para que él nos confirme que la llama permanece y que jamás quedará extinta?

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