Al patio nada particular de los seguidores de Netfix les gustan más los Bridgerton que Jane Austen. Los ven más modernos, atrevidos y disfrutones. Más cercanos, menos temibles. En los Bridgerton se baila demasiado y en Austen se lee en exceso. Entre pasear lánguidamente con una churri por las solemnes veredas de la campiña inglesa y mover el esqueleto en un sarao VIP en una marmórea mansión de la alta sociedad no hay color. Los Bridgerton se gastan, además, una especie de red social propia en forma de periodiquito de cotilleo que no se sabe quién escribe pero sí quiénes (muchísimos) lo leen. Ahí está todo. Ríete tú de la prensa del corazón que ahora cuelga de los quioscos o rebosa en los canales de YouTube o de televisión. Eso no es nada comparado con aquello, más quisiéramos. Fue un precedente insuperable.
Cuando empezaron a emitirse las temporadas de los Bridgerton hubo quien enseguida pensó en Jane Austen. Un lugar común eso de acordarse de ella cada vez que aparece un momento Regencia, un vestido a lo Imperio o una muselina. Y es la muselina precisamente un elemento que señala la diferencia, que marca la distinción entre ambos. Lo que en Bridgerton es una cosita liviana, transparente y a punto del resfriado, en la señorita Austen lleva varias capas de tela que evite las anginas y la exhibición. Carne versus chaquetillas Spencer.
Pero hay más diferencias. Tantas que sería más práctico y rápido buscar algún parecido. De la Corte a la vida rural. De los bailes que exhiben a las muchachas como en un mercado de carne a la tímida espera de una chica en Netherfield tras sufrir un flechazo por un tipo guapo y con cinco mil libras de renta al año. Del cabreo de las madres bridgertonianas por la falta de pretendientes para sus hijas (muchas) a los nervios casi adorables de la señora Bennet en busca de su frasco de sales. Y falta hablar del picante. Las temporadas Bridgerton cada vez echan más sal al guiso. Una vez la sal ya está sobrepasada, llega la pimienta, luego las hierbas provenzales y después los aromas afrodisíacos. Todo eso se necesita para calentar a los posibles enamorados, para elevar la moral de las jóvenes en busca de un hombre que las rescate del aburrimiento y para que las familias descansen (al fin) de tanta búsqueda de maridos. Al lado de todo este conjunto de aditivos Jane Austen aparece light, vegetariana, o, en todo caso, aderezada con una pequeña bandeja de pastelillos hechos en la cocina de la casa (donde a las chicas no se les pierde nada) o una buena sopa de las que distraen la hipocondría del señor Woodhouse.
Pero lo más llamativo de todo, y lo que más nos asemeja a los Bridgerton en detrimento de lo Austen, está en la emoción, el sentimiento, el carácter y el temperamento. Desechada la heroicidad, abandonado el sacrificio, alejado el esfuerzo personal, olvidados los aprendizajes, ignorados los valores, los Bridgerton nos muestran un espejo de doble dirección donde podemos asomarnos con la tranquilidad de no vernos expuestos. Nadie va a reprocharnos formar parte de la gran y acogedora masa.
Tenemos cierta costumbre de tratar con gente que se enamora y desenamora con facilidad y sin llantos. Con gente que recurre a la charla superficial en un lugar de paso más que a la conversación tranquila y comprometida. Con gente que prioriza horas de gimnasio o de salón de belleza antes que cualquier otra actividad que suponga esfuerzo mental. Con gente que es capaz de creerse dentro de una pasión desatada y curarse de ella después de otra pasión desatada que ha llegado a continuación con el mismo empuje. Con gente que considera el compromiso algo de usar y tirar.
Los personajes Austen se ven obligados a explicarse. Tienen que escribir cartas muy pensadas y que hacen el efecto de un rayo de luz que se arroja sobre el conflicto. Pararse a escribir una carta nos resulta ahora una extravagancia. Hay que disponer de tiempo, de pluma y papel y, sobre todo, hay que tener cosas que decir. Lo escrito en una carta queda ahí para siempre, no podemos hacer el sencillo ejercicio de borrar los wasaps. Y las receptoras de las misivas se detienen en ellas, leen y comprenden. Están abiertas a rectificar sus opiniones, a veces impulsivas y otras veces llenas de prejuicios.
Este doble ejercicio de explicación y de comprensión conforma una suerte de conversación entre personas que albergan resquemores, dudas, preguntas sin respuesta, pero que, al mismo tiempo, sienten atracción hacia la otra persona y necesitan aclaraciones que eviten el desamor. Todo lo contrario sucede en los Bridgerton. Si hay líos sin aclarar, mejor todavía. Si puede entrometerse alguien en los asuntos de los jóvenes, miel sobre hojuelas. Si es la familia la que, sin permiso alguno, mete las narices en las cuitas de los pretendientes y las pretendidas, entonces la audiencia subirá unos cuántos puntos. El prime time: esta es la mayor diferencia entre Bridgerton y Austen. Y nosotros, la sociedad de ahora, somos más de prime time que de íntimo y consolador silencio.
El éxito de los Bridgerton y su ebullición en los gustos de la gente más joven tiene mucho que ver con el descaro con el que se relacionan los personajes, que en cuanto se conocen hablan de sus cosas más íntimas sin apuro alguno. No hay nada que proteja lo que sucede detrás de las puertas de la alcoba, ni la de los matrimonios ni la de los amantes. Lo que reviste Jane Austen de misterio y discreción, dejando al albur de la imaginación de los lectores ese último momento único de los encuentros, aquí se enseña con profusión. Incluso un tipo guapo y fornido explicará en voz alta a su nueva esposa el secreto de los orgasmos. Literal.