Al tiburón de los negocios se le reconoce con facilidad cuando da un discurso público. Enseguida se nota que, salidas de su boca, las palabras no son más que instrumentos serviles para la venta, el marketing o cualquier otra variante del autobombo. Sólo habla porque cree que le servirá para obtener mayor visibilidad e influencia. Pero, si no fuera por un potencial beneficio económico, él preferiría no hablar, como Bartleby, el personaje de la novela de Melville, que a toda solicitud respondía con un inapetente «preferiría no hacerlo». Y es lógico que sea así, porque, en realidad, el tiburón no tiene nada que decir. En su alma metálica no hay eco posible.
Si fueran coherentes con ese vacío de ideas, los tiburones se negarían a participar en actos empresariales. Cuando les animaran a tomar la palabra en un acto social, podrían declinar amablemente la invitación: «No, gracias: yo sólo me dedico a ganar dinero». Sería un detalle de honradez. Pero no: hay que ver en cuántos saraos se atreven a ser portavoces de la nada. Porque el horror vacui se les pasa en un momento. No sé si tiran de ChatGPT, de Agenda 2030 o de otros repositorios al uso. El caso es que, en vez de callarse, hablan, y le solmenan al respetable una sarta de tópicos, y mencionan la «inclusión», la «diversidad», la «resiliencia» y cualquier otro palabro que, aunque no diga nada, tiene la virtud de llenar el espacio, que es de lo que se trata.
Esto sucede en el mundo empresarial y en otros ámbitos de la vida. Pasa con todo y nos pasa a todos. En cuanto nos despistamos, hacemos surf y nos quedamos en la espuma. Nos instalamos en la superficie, en una frivolidad que, como el gas, tiende a ocuparlo todo. Nos arrellanamos así, a gusto y despreocupados, como si pudiéramos ser felices en la ignorancia.
Se trata sólo de una apariencia, porque en la epidermis de las cosas no hallamos ni descanso, ni consuelo, ni alegría. Deseamos hondura, aunque a veces nos lo neguemos. Queremos ir más allá, hacia dentro y hacia arriba. El hombre es un ser anhelante. El non plus ultra no le sacia.
Si lo anterior es cierto, la cuestión será entonces cómo abismarse, de qué forma sumergirse en esas aguas más profundas a las que el deseo nos convoca. El caveat de Gómez Dávila puede acaso servirnos como punto de partida: «La profundidad no está en lo que se dice, sino en el nivel desde el cual se diga». Mi impresión es que ese nivel de hondura no se logra gracias a la sofisticación o a la multiplicación de palabras. No es un escorzo interior, sino una salida hacia los demás. Necesitamos hechos, no discursos vacuos. Podríamos tal vez aprender de aquel niño que, en una excursión escolar, llevaba a su hermano pequeño en hombros. Un monitor advirtió sus sudores y su esfuerzo; pero él no se dio importancia: «No pesa: es mi hermano».