Aunque no lo sepamos, las biografías se convierten en espejos. Uno asiste a la vida de los otros, pero en realidad contempla su propia historia. En la grandeza de los demás advertimos nuestra pequeñez. Quizá sea ese uno de los efectos beneficiosos y secretamente buscados de este género literario. El afán de emulación nos mide con figuras señeras. Para aprender de sus aciertos y para escarmentar en cabeza ajena.
En esto, también cada uno tiene sus querencias. Personalmente, siempre me ha llamado la atención la figura de Winston Churchill. Me parece un personaje excesivo y contundente, singularísimo y sinuoso (aunque todos estamos llenos de meandros, no hace falta haber nacido en el palacio de Blenheim). Le he dedicado a él bastantes horas de lectura, hasta llegar, hace unos meses, al libro del historiador Andrew Roberts. Es un tocho de 1.468 páginas al que de cuando en cuando le doy un quite. Para desesperación de mi hijo pequeño, que, cuando me ve con otro libro distinto en las manos, me regaña así: «¿Y Churchill qué?».
En las biografías, no dejan de consolar las miserias del protagonista. Por ejemplo, ya que hemos citado a Churchill, esta crítica sutil que Asquith deslizaba a su amiga Venetia Stanley: «Winston piensa con la boca». De modo que, como señala el biógrafo, Churchill parecía abrazar las políticas por el simple hecho de que su exposición sonara bien en un discurso. Es una acusación que llegaron a esgrimir sus jefes de Estado Mayor durante la Segunda Guerra Mundial. Porca miseria.
Junto al consuelo, también hallamos ideas que, desplegadas tiempo atrás, hoy siguen resultando oportunas y liberadoras. En una conferencia en Glasgow, dijo Churchill: «Siempre que tengáis la sensación de que lo más probable es que el esfuerzo del estado se revele ineficaz, recurrid a la empresa privada, y no veáis con malos ojos que obtenga beneficios». Es una sensación compartida ya por muchos.
Con todo, yo me acercaba aquí a las biografías porque hay una cuestión distinta y más personal que me inquieta. Los que no parecemos haber nacido para que los estudiosos nos dediquen casi mil quinientas páginas, ¿acaso no merecemos también la gloria? Los que no aspiramos a cambiar con un solo golpe el rumbo de la Historia, ¿no podremos hacer algo relevante? ¿Es que no tendrán su misión los de temperamento tranquilo y carácter calmo? ¿Y qué papel podrán desempeñar los tímidos, los menos resueltos, los vergonzosos, los más bien sosos y los que prefieren habitar la penumbra?
Mi convicción es que todo el mundo puede contribuir. Puede que no sepamos articular un discurso con ecos de Shakespeare (y aquí vuelvo a Churchill), que no tengamos dotes de mando, ni el don de la palabra. Puede que tengamos muchos miedos. Pero no hay nadie que nos pueda quitar la ilusión de tejer una amistad, la alegría de construir un amor infinito y el afán por forjar una familia, y fundar así esa primera coalición de la que todo depende.