Confieso que nunca he gozado de una memoria prodigiosa. Lo pasaba francamente mal en aquellos exámenes largos en los que se supone que debía desarrollar la filosofía de Fichte o la sesuda distinción de la libertad que propuso Benjamin Constant. Me entraban sudores fríos al leer, en lo alto del folio en blanco, cualquier referencia a la fenomenología, la larguísima e inexpugnable fenomenología de Husserl. Inexplicablemente siempre saqué buenas notas pero puedo prometer y prometo que no fue por mi memoria, sustituida tantas veces por la picaresca de un lazarillo que sabía dónde sentarse, junto a qué compañero, las debilidades del profesor, la arriesgada estrategia de adornar el examen con un endecasílabo, un especial esmero por llevarme el examen a mi terreno.

Dicho esto, ahora echo en falta mi memoria, que ha quedado diluida en un mar bermejo de confusiones. Cuántos días me sorprendo en la cama, recién levantado, tratando de escrutar si hoy es martes o sábado. ¿Qué cené ayer? ¿Esta tarde tenía algo? ¿Estamos ya en marzo? ¿Le llegué a decir aquella cosa a mi jefe? Son algunas preguntas para las que difícilmente tengo respuesta. Y me fastidia poderosamente porque el hombre sin memoria es un hombre sin atención, y el hombre sin atención es un hombre sin amor.

Gran parte de los problemas que ahora nos asolan vienen de esta pérdida de memoria. Qué sé yo: el independentismo, y haber olvidado que los catalanes son españoles; la ideología de género, y haber olvidado que el hombre es hombre y la mujer es mujer; las guerras internacionales, y esa trágica desmemoria por la que israelíes y palestinos parecen sacados dos galaxias antagónicas, cuando genealógicamente son primos. El hombre olvidó que es creado y mató a Dios. Olvidó después para lo que ha sido creado y mató su libertad. Y ha olvidado más recientemente que es hombre, acabando con su identidad. La guillotina del olvido es alargada.

Quien olvida, decía, pierde su capacidad de amar, que es en el fondo la capacidad de ser. Los ancianos nos dan pena precisamente porque no tienen memoria. El día que mi abuela perdió su memoria perdió gran parte de su identidad: sin unos padres a los que recordar, unos hijos por los que desvelarse y unos nietos, muchos nietos, por los que ilusionarse a mi amona sólo le quedaba la sonrisa como síntoma de una educación exquisita. Los últimos años de su vida fuimos unos agradables extraños ante los que ella desplegó su inconfundible saber estar.

Pero amar no consiste en saber estar, no basta con cohabitar un espacio con ciertos códigos y costumbres. Amar consiste, en su máxima expresión, en hacer memoria. Qué es la cruz de Cristo sino el momento de mayor amor del Señor, dolorosamente lúcido para recordar todos los pecados del mundo. Y qué es el purgatorio sino ese estado en que el alma olvidadiza recuerda, por la fuerza del amor, todo el amor que olvidó en vida. ¿Fuego y sufrimiento? ¡Memoria del amor, eso es!

El antídoto a esta desmemoria quizás sea releer las páginas de nuestra vida insistentemente, como el alumno inseguro que memoriza con no poca desesperación el temario de su examen. Pero no es eso, no es eso. Hacer memoria no es memorizar sino memor, recordar. Y recordar consiste, esto ya lo habéis leído antes, en pasar de nuevo por el corazón. ¡Qué alegría que el recuerdo no nazca del intelecto, sino del corazón! ¡Qué evidente se nos hace ahora que nuestro amor no nace del córtex prefrontal sino de un corazón que, muchas veces olvidadizo, desecha el recuerdo! ¡Qué tranquilidad saber que nos basta con abrir los ojos para atender, atender para hacer memoria, y hacer memoria para amar!

Pablo Mariñoso
Procuro dar la cara por la cruz. He estudiado Relaciones Internacionales, Filosofía, Política y Economía. Escribo en La Gaceta, Revista Centinela y Libro sobre Libro. Muy de Woody Allen, Hadjadj y Mesanza. Me cae bien el Papa.