De entre las infinidad de cosas que debo agradecer a mis padres en cuanto al modo en que me educaron está que me mantuvieran en una severa indigencia recreativa. En mi casa y en lo material nunca faltó nada de lo básico, pero en cuanto a los caprichos —en un amplio sentido—, la cosa estaba clara: siempre nos dieron a mis hermanos y a mí una paga exigua. Era, en parte, porque no sobraba, pero ante todo porque consideraban que la comodidad desincentiva la lucha. Si uno quería salir más, cultivar determinadas aficiones, etcétera, tenía que ganárselo. Y ahí estaba lo segundo mejor, que incluso accesible lo tenía, pues mi padre, ingeniero agrónomo, que con un sueldo de profesor de universidad nunca nos hubiera sacado adelante (mi madre no tenía un trabajo remunerado: nos cuidaba y trabajaba en casa), tenía un vivero con el que completaba ingresos, de modo que siempre teníamos sus hijos la opción de echar una peoná un fin de semana quitando hierba, poniendo esquejes, regando o cargando sacos, y además cobrando, lo cual no deja de ser un privilegio. Si quieres más, te lo ganas, era el mensaje en casa: una escuela de vida.
Al cumplir los trece me pasó lo que a casi todos: descubrí a The Police, U2, Gabinete Caligari y el resto, quedé prendado por Alan Parsons Project y El Último de la Fila, etcétera. La música pone alas a la adolescencia; no fui excepción a esa regla. Entonces quise comprar muchas casetes y tener mi minicadena y unos cascos, bafles de primera, ese tipo de cosas. Con la paga no me daba, así es que tocaron sábados y domingos de campo de ocho a dos, que ese era el horario de trabajo. Le diré, querido lector, algo sobre el trabajo en el campo: es duro. En un invernadero en verano y en Sevilla, es raro el día que el termómetro no alcanzaba los 45 y hasta los 50. Y en cuanto a los sacos de turba, no son ligeros. Es bonito decir que hacer esas cosas te curten —y realmente lo hacen—, pero cuando tienes trece años maldita la gracia que te hacen.
En este dilema estaba yo: vale ir a trabajar algún sábado o domingo que otro para comprarme más música, pero nunca tenía la suficiente, y no era plan de no tener fines de semana libres. Descubrí entonces que mis padres tenían un centenar de cintas de una colección de música clásica de Salvat (con sus correspondientes fascículos), y tuve un ramalazo de pragmatismo: ¿qué pasaría si esa música llegara a gustarme? ¿Puede uno esforzarse en que algo le guste, algo tan aparentemente instintivo y personal como la música? Mi genio adolescente me decía que era imposible; mis manos curtidas por la tierra y mi percepción del coste de oportunidad de madrugar también los fines de semana me dijeron que había que intentarlo.
En un año, me había vuelto un melómano. Al campo no dejé de ir —el dinero siempre viene bien y siempre hay algo más en lo que gastarlo—, pero pude tener mucha música de la que gozar, una música que cambió la estructura de mi sensibilidad y avivó mi creatividad, descubriéndome además el gozo de los idiomas a través de la ópera (me aprendí de pe a pa Rigoletto y unos cuantos lieder de Schubert antes de estudiar una palabra de alemán o italiano). Por entonces empecé a escribir ensayo —ya había perpetrado cuentos y poesías que Dios, en su eterna sabiduría, quiso que arrojara al fuego—, y de hecho el primero medio estructurado fue una reflexión sobre el estado de ánimo al que te transportaba Brahms con su Segunda Sinfonía. Desde entonces, no concibo la vida sin esa música a la que llamamos clásica porque su belleza vence la prueba del tiempo y derriba todos los muros étnicos y geográficos; preferiría vivir sin leer que sin escucharla.
Si le cuento toda esta historia es porque creo que nos enseña unas cuantas cosa sobre el gusto. La principal, me parece, es no ya que este se eduque, sino que uno mismo puede educárselo. Es cierto que hemos cometido en los últimos años el crimen educativo de alejar lo grande y bello de los jóvenes (en la escuela y en el hogar: la culpa de todo no es del Estado, y ni siquiera de los políticos), pero sigue siendo igual de cierto que cualquiera puede decidir entrar en esos maravillosos mundos. En segundo lugar, sirve la anécdota para recordar que los seres humanos necesitamos motivos para empeñarnos en nuestras cosas. Y que cualquiera, incluso el relativamente trivial de no querer cargar —tantos— sacos de turba, puede ser el que nos impulse hacia aquella fuente de valor que nos espera.
La otra mitad de esta reflexión tiene que ver con las ventajas de la indigencia relativa. La indigencia absoluta es una desgracia, razón por la cual resulta estomagante que haya gente alabando la sonrisa de los niños en África, por más que sea cierta: no tener que comer, una mínima cobertura de salud, etcétera, constituye una desgracia sin paliativos. Que haya tantos que, espoliados además por sus gobiernos salvajemente corruptos, se arriesguen a morir montándose en un cayuco (vean si no el fabuloso documental Los Cayucos de Kayar, de Álvaro Hernández Blanco, candidata a los Goya), es una desgracia absoluta. Punto y aparte: la indigencia relativa, una escasez amable, tiene innumerables ventajas.
Oigo, en este sentido, a demasiados adultos quejándose de los jóvenes cuando ellos mismos han contribuido, aunque sea de buena fe, a que sean incapaces de apreciar lo valioso induciéndoles a una vida calculadamente espartana. La abulia, la desidia, las pocas ganas de luchas de los jóvenes son a menudo culpa directa de unos padres que han dado de más y han solucionado todos y cada uno de los problemas de sus hijos. Sin experiencias de escasez controladas, un joven queda eviscerado de sus pasiones; y nos quedamos en casi nada sin esas pasiones.
Los padres hemos de entender que no estamos en el mundo para quitarles problemas a nuestros hijos, sino para encaminarlos a la vida buena (tan distinta de la buena vida). Es entonces parte de nuestra responsabilidad despertar en ellos cierta sed y cierta hambre, fuentes de combatividad, determinación y astucia. Imaginemos cómo sería que por no tener canales de streaming e Instagram acabasen en una biblioteca pública, verdaderas islas del tesoro; o que por no poder viajar cada verano a Manhattan o París tuvieran que hacer de su barrio una comunidad de socialidad y juego. ¿De qué cosas que no son fundamentales puedo privar a mis hijos? He ahí una pregunta disruptiva e importante para todo padre. ¿Qué puedo hacer para reavivar en ellos sus fuegos creativos y sus ganas de esforzarse? Eso, y no sobresaciarles, es lo que nos es exigible.
Una moneda de veinte duros, esa era mi paga semanal de adolescente. Mamá, papá: os estaré eternamente agradecido.