«Conócete a ti mismo». Este antiguo aforismo estaba grabado en la entrada del templo de Apolo en Delfos, pero su origen es mucho más antiguo, tanto que se oculta en la niebla de la historia sin que nadie pueda señalar su nacimiento. Su autoría es un enigma, y quizá por ello el poeta Juvenal dice que este aforismo viene del Cielo, como si desde el primer momento en que el hombre vino al mundo esas palabras ya estuvieran circulando por el mundo como los ríos y la savia de las plantas.
Lo cierto es que el mismo carácter proverbial de ese aforismo ha conseguido que pase inadvertida su enseñanza, su propia celebridad ha propiciado que el hombre la tome como una idea vulgar que por consabida no merece la pena pensarse, y menos poner en práctica. Difícil situación la de las ideas: si no llegan al público, nadie se beneficia de ellas por no conocerlas, y si llegan demasiado al público, nadie se beneficia de ellas por conocerlas en exceso. Los proverbios y adagios de una sabiduría acumulada durante siglos son desatendidos por su misma constante disponibilidad, por su insistente presencia, y por lo general se los rehuye como al pelmazo que continuamente está dándonos toquecitos para que atendamos a lo que está diciendo. Si la verdad que encierran esos proverbios estuviera oculta y para su descubrimiento se precisaran grandes esfuerzos y años de perseverante búsqueda, si fuera un bien privado que no puede poseerse en común, sin duda que esa verdad sería respetada como proferida por un oráculo, pero el hecho de que desde el primer momento esté junto a nosotros, que nos acompañe toda nuestra vida como una canción de fondo y pueda ser poseída por todos, disuelve su importancia en la monotonía y la vulgaridad. El hombre es así: tiende a desvalorizar lo que es demasiado asequible.
Pero el «conócete a ti mismo» no sólo tiene la desventaja de las demás frases proverbiales, su desatención e impracticabilidad no se deben sólo a la incesante ubicuidad de su expresión, sino que además debe lidiar con los obstáculos que el mundo moderno ha levantado contra su contenido. Todo en la época presente está intencionadamente dispuesto para cerrarnos el paso al interior de nosotros mismos, para evitar que nos volvamos a lo íntimo y nuclear de nuestra existencia y descubramos las capas profundas que se esconden bajo nuestra superficie. Estamos continuamente demandados por lo exterior, sometidos a una frenética variedad de reclamos que dirigen nuestra atención hacia afuera, hacia el lado extrínseco de la realidad, y que nos sacan de nuestra interioridad como pájaros sacados de su madriguera por el reclamo del cazador.
Nuestros sentidos son excitados sin cesar, los objetos se suceden para relevarse nuestra atención y arrebatarnos así la posibilidad de conocernos, de preguntarnos qué somos en relación a ese mundo invasivo que ni por un segundo deja de asediarnos con su sucesión trepidante de estímulos. Plataformas de películas, series y música, anuncios de comida rápida, notificaciones de móvil, ofertas flash y señales luminosas, olores atrayentes, voces megafónicas. Justo ibas a sumergirte en tus pensamientos, pero ¿qué es eso? El coche te avisa, con un sonido agobiante y estridente, de que no llevas puesto el cinturón de seguridad, y cuando quieres darte cuenta estás otra vez inmerso en la vorágine de la vida moderna, la corriente te ha vuelto a arrastrar para dejarte en la orilla del sueño como si fueras el resto de un naufragio.
Realmente no es fácil atravesar nuestra época sin sucumbir a ella. Homero nos cuenta cómo Ulises se hizo atar al mástil de su navío para resistir los cantos de las Sirenas, pues ningún hombre podía oírlas sin que, atraído por esa música, saltara del barco y muriera ahogado. Tal vez la gesta de nuestra época, la que será narrada por un futuro poeta que sepa apreciarla, consista en cruzar esta etapa materialista de la historia sin perder nuestro mundo espiritual, sin convertirnos en un elemento más del maremágnum en el que estamos inmersos.
No se trata de ensimismarnos, de permanecer indiferentes a los problemas del prójimo y del mundo en general para encerrarnos en una apática autosuficiencia, pues una cosa es el conocimiento del yo y otra el egoísmo, que es su idolatría. No: se trata de ahondar en lo que somos para salvarnos y salvar al prójimo de esa pegajosa igualdad que pretende fundirnos en una sola masa, pues así somos más manejables; se trata de escapar de ese globalismo que nos despersonaliza y que mientras permite una aparente diversidad en lo insustancial y epidérmico, nos hace indistintos en lo central, y por lo tanto sustituibles; se trata de conocernos para poder reconocer verdaderamente a nuestros semejantes, pues donde los límites con el otro se difuminan no es posible el altruismo, sino que se fomenta una autocomplacencia coral, donde todos son uno a costa de que nadie es una singularidad.
Contra esta profundización de nuestra íntima realidad se ha desplegado todo un mecanismo atlantista que tiene como objetivo hacernos opacos a nosotros mismos, imposibilitar la búsqueda de aquello que puede emanciparnos de la atenazante servidumbre del hedonismo carpediemista, del terrible yugo de la alienación que se propone vaciarnos de nuestra identidad.
El plan es evidente: volcar al hombre hacia afuera para que no se encuentre nunca con su conciencia, para impedir que se conozca, pues tal vez podría descubrir en su interior las ascuas de una idea trascendente presentida en la infancia, tal vez podría conocer a Dios por el camino del autoconocimiento, y el más ligero soplo sobre esa idea podría encender una llama inextinguible que convirtiera en cenizas todo cuanto se aproxime con la intención de cosificarlo. Tal vez vislumbre otra vida eterna a la que esta vida pasajera esté supeditada, y consiga salir así del círculo de finitud en el que se sustenta todo el aparato del cortoplacismo moderno.
Más peligroso, entonces, que un hombre que prepara un ataque exterior contra los fundamentos de la sociedad de consumo o contra los poderes fácticos, es para el sistema materialista el hombre que simplemente se detiene y deja que el tumulto pase de largo, que se arraiga en su peculiaridad y resiste el huracán profano, pues sólo él puede substraerse a la fascinación de lo efímero, y en nuestro tiempo no hay nada tan contracultural como pertenecer a la eternidad y no al tiempo.