Se advierte al lector de que a lo largo de esta crítica se desvelan escenas fundamentales en el desarrollo de The Brutalist.
Si por algo destaca The Brutalist es por ser despiadada: una historia donde los haces de luz y la alegría brillan por su ausencia. Se trata de una película oscura, melancólica y, en ocasiones, viciosa. El director trata de relatar las particularidades propias del genio, del artista, del creador: un personaje con un pasado terrible que huye de Europa tras el Holocausto a la tierra de las oportunidades… y el desenfreno.
A lo largo de más de tres horas y media de metraje, Corbet cuenta la historia vital cual montaña rusa de László Tóth, arquitecto húngaro de la escuela de la Bauhaus de origen judío, a su llegada a los Estados Unidos. Pronto se enfrentará al ethos de aquel país visto desde un prisma negativo sin atisbo de esperanza: el sueño americano, el poder de la voluntad, la bendición de Dios o su condena según se esté montado en el dólar o no. Es un film donde lo trascendente y la cuestión judía están de fondo.
Con una fotografía excepcional (hay fotogramas que parecen cuadros de Hopper), Tóth se abre camino a trompicones en la, con frecuencia, hipócrita sociedad WASP: el personaje de Pearce representa a la perfección el estereotipo de millonario norteamericano al que artísticamente se le convence fácilmente: ¿eres famoso? Te lo compro. Se deja deslumbrar por lo moderno, lo rompedor y lo vanguardista por el hecho de ser moderno, rompedor y vanguardista, no porque sea bello en sí.
El largometraje cuenta con un póker de escenas explícitas, esencialmente pornográficas. En mi humilde opinión innecesarias, pues el hombre perturbado que es László se puede colegir por su misantropía, su desesperanza, su falta de comunicación —no sólo por el idioma— y sus arrebatos. No hace falta mostrar todo al espectador, pues se entendería que el director piensa que aquél no tiene imaginación ni lógica suficientes para deducir lo que sucede. Se trata de un insulto a su inteligencia. Lubitsch y el resto de directores de la Edad de Oro del cine lo hacían estupendamente (y no sólo porque lo imponía el código Hays): cuando, en el clímax de una escena, un hombre y una mujer entraban en una habitación que se cerraba tras ellos. Hay que tratar al espectador como a un adulto formado y con sesera y no como a un ingenuo, desde mi punto de vista.
The Brutalist está repleta de símbolos y mensajes subliminales. No es casual que en los primeros compases de la película, casi en paralelo a la aparición majestuosa y luminosa de la Estatua de la Liberta de Nueva York invertida cuando László sale de su oscuro camarote compartido con decenas de personas, se exprese ese aforismo lleno de verdad de Goethe leído en una carte de Erzsébet : «Nadie está más esclavizado que aquellos que falsamente creen que son libres». El protagonista abandonando la oscura y persecutoria Europa para abrazar la brillante y esplendorosa tierra de la libertad… ¿O del libertinaje?
La crítica de fondo de Corbet a la sociedad norteamericana es obvia, así como una suerte de comprensión y necesidad, por boca de los personajes, de la construcción del Estado de Israel. Durante toda la película se van dando pinceladas a esta impresión: el punto álgido es la discusión entre Erzsébet y László en la que éste le confiesa que nadie les quiere en EEUU. Attila, converso al catolicismo para integrarse y agradar a su clientela —se cambia de apellido y añade el «Sons» a su empresa porque los negocios familiares están bien vistos en Pensilvania—; Harrison Lee Van Buren, un rico manifestación de ese lema pernicioso que es «el hombre hecho a sí mismo», utiliza a László cual pañuelo de usar y tirar a su antojo hasta el punto de que le considera una suerte de vagabundo y esclavo del que puede disponer para sus perversiones sexuales; Harry Lee Van Buren, quien no tiene pensamiento propio, sólo vive para satisfacer los impulsos faraónicos de su padre y quien ve a Zsófia como un trozo de carne con el que satisfacer su lascivia…
El propio final Harrison Lee Van Buren queda abierto. Mi interpretación, con ese plano final en la segunda parte de la luz entrando por el techo de la obra de László y proyectando en el altar una cruz, es que se ha suicidado, me temo, y que el Creador juzgará a la criatura. Pocas cosas peores para un reputado WASP de éxito que se ha hecho a sí mismo que ser acusado de violar a un hombre (la escena previa en la casa protagonizada por Erzsébet). Similarmente han terminado las carreras de políticos y empresarios de renombre en EEUU. Y no es baladí el hecho de que la obra magna e inicial de László en el regreso al circuito arquitectónico después de su calvario en Europa sea… Un edificio protagonizado por una cruz imponente en la cima de una colina. ¿Qué nos quiere decir Brady Corbet?
La personaje de Felicity Jones, Erzsébet está, desde mi punto de vista, poco desarrollada. Tiene un papel demasiado secundario, tan desestabilizado como su marido por razones obvias (el trauma de la guerra y la vivencia de los campos de concentración). Ello me lleva a especular con la idea de que esta obra monumental, por extensión y por profundidad en sus signos, es una suerte de comedia dantesca en tres escenarios muy definidos del secular errante pueblo judío concretado en László, Erzsébet y Zsófia:
1. Infierno: la tragedia de la guerra y el Holocausto en Europa.
2. Purgatorio: el grueso de la película, los EEUU de los años 40, 50 y 60 donde ninguno está aún limpio de pecado y, sin embargo, muchos creen que son libres y puros.
3. Paraíso: al final, en el hospital, Erzsébet le dice a László que Dios le ha permitido decir su nombre —blasfemia, parodiada por los Monty Python en la famosa escena de La vida de Brian— y es entonces cuando le confiesa su deseo de ir a Israel, la tierra prometida a la que ya han emigrado Zsófia y su marido Benjamin, y que a lo largo de la película adquiere la condición de Edén: el lugar donde, por fin, el pueblo judío podrá vivir en paz tras siglos de expulsiones, persecuciones y pogromos. Es de destacar esa escena en la que se escucha de fondo la radio informando sobre la aprobación de la resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1947 que da inicio a la materialización del Estado de Israel.
De hecho, el film acaba con el discurso de Zsófia en la Bienal de Venecia cuando señala «No es el viaje, es el destino», dándole la vuelta al sentido de la frase, como se suele pronunciar. ¿Una reflexión más de la ambición desmedida del genio creador, que está dispuesto a renunciar a sus emolumentos para ver finalizada su obra, tal y como la ha concebido? ¿Una injusticia para el arquitecto, a quien no se le entiende su obra sin ahondar en su desdichada vida? ¿También una confirmación de que, por fin, los de László pueden vivir en paz y armonía en Israel?
La película es, sencillamente, brutal en su doble acepción: por el arte del protagonista y por su vida. No es para todos los públicos por su marcado carácter como «cine de autor». Invita a considerar verdadera la siguiente afirmación: la obra del artista es efecto de su vida y experiencias personales a lo largo de su vida, especialmente los primeros estadios (infancia y juventud).