Gregorio Fernández y Martínez Montañés se citan en Valladolid

La catedral de Valladolid reúne hasta principios de marzo la muestra El arte nuevo de hacer imágenes (nombre adaptado de El arte nuevo de hacer comedias, de Lope de Vega), con algunas de las obras de los principales exponentes de las dos grandes escuelas de la imaginería barroca, Gregorio Fernández, de la castellana, y Juan Martínez Montañés, de la sevillana.

El templo dedicado a Nuestra Señora de la Asunción es durante estas semanas un museo que acoge piezas de los autores del Cristo Yacente o del Señor de Pasión, dos referentes de la escultura barroca, junto a tallas de otros artistas de su generación. Un encuentro que no esconde las diferencias entre la forma de hacer imágenes del sur y del norte, ilustradas, como las similitudes, «con una teatralidad barroca y un criterio moderno», a través del montaje que ha realizado la fundación Las Edades del Hombre.

A juicio de los comisarios, Jesús Miguel Palomero y René Jesús Payo, la disposición y la factura de las obras de Gregorio Fernández y Juan Martínez Montañés señalan el «punto de inflexión» que su contribución marca en la historia de España. «Los prototipos que estos dos artistas crean en su tiempo son los que estamos manteniendo en los momentos actuales; lo que nos llama poderosamente la atención es que la fuerza de estos hombres ha impuesto un criterio que seguimos respetando», explica Palomero.

Ambos, junto a Juan de Mesa, Pedro Roldán, Francisco Antonio Ruiz Gijón o Alonso Cano, dieron forma a un tiempo en el que la escultura miraba cara a cara a la pintura. La valoración que la época otorgaba a las dos disciplinas en las almonedas era similar y, para ventaja de la talla, como apunta Palomero: «Se buscaba que la imagen fuera real, que se pudiera tocar».

Esa reñida batalla que establecían escultores y pintores —estos últimos eran más— tenía su réplica entre los propios tallistas y los otros dioses de la época, hoy prácticamente anónimos: los autores de la policromía. «Cuántas imágenes de talla magnífica se echan a perder con un mal policromado, y cuántas discretas se revalorizan cuando trabaja un policromador de fuste», reflexiona Palomero. Según el catedrático, la técnica de la policromía en este periodo es «la gran aportación universal al arte» de los artistas españoles.

Tanto nombre alcanzaron estos pintores, que batallaron por un reparto equitativo de las retribuciones. «En un momento determinado, quieren cobrar lo mismo que los escultores, fundamentalmente, porque utilizan el oro, y el oro es caro», puntualiza Palomero. Hubo, en cambio, quienes no estuvieron de acuerdo con repartir beneficios a partes iguales. Entre ellos, precisamente, el escultor Juan Martínez Montañés, alguna de cuyas obras fue policromada por Francisco Pacheco, maestro y suegro de Diego de Velázquez. El genio jiennense optó por contratar los trabajos de manera conjunta (talla y policromía), reservando únicamente un 25% al acabado, que subcontrataba él mismo. Tal y como explican los comisarios de la exposición, esto suponía «conculcar, quebrantar, las ordenanzas del gremio».

Al sanluqueño Pacheco se le atribuye una cita esclarecedora: «Vayamos todos al Juzgado, porque estoy persuadido de que Montañés es hombre como los demás», en referencia al apodo que el escultor jiennense recibía: el Dios de la madera. Cotizaciones aparte, Montañés, Fernández y otros de su generación sí terminaron por imponerse en otra batalla: la de la popularidad.

La Roldana

También de fama gozó Luisa Roldán, La Roldana, escultora real que protagoniza en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, a unos minutos de la catedral, la exhibición monográfica Luisa Roldán, que reúne cerca de sesenta obras en torno a una obra cuya «mayor singularidad, aparte de su altísima calidad, fue la dedicación a un grupo de piezas realizadas en materiales distintos a la madera, como el barro cocido y policromado, que ella misma denominaba alhajas de escultura», en palabras del comisario, Miguel Ángel Marcos Villán.

Dos muestras que dan brillo a los dioses de la madera, admirados hoy como hace cinco siglos en Sevilla y Valladolid, quizá torpemente ignorados en otras partes de España, creadores de un canon que no ha variado desde entonces.