Uno intenta escribir de la misma forma que trata de rezar: con la vida propia como materia prima. De entre todo lo que pasa, no se va lo que parece más relevante, y luego eso se rumia, se voltea y se mira por todos sus lados. Uno trata de contemplar los días y de hallarles el sentido (a veces, el sentido del humor, que no es un hallazgo pequeño). De esos polvos nacerá más tarde el barro de mis oraciones (las escritas y las dirigidas al Cielo). Y lo demás no es nada.
Ahora, por ejemplo. Tengo en mi escritorio dos muertes y una pregunta, y algo tengo que hacer con todo eso. Con esos mimbres debo hacer el cesto (o sea, el texto).
Asistí al funeral de quien había sido buen amigo de un gran amigo mío (y así, como de soslayo, descubrí que la amistad es difusiva y extiende por doquier sus hilos). Hombre de fe, apasionado de la Semana Santa. Enamorado de su mujer. Padre amantísimo. Arquitecto de prestigio. Una enfermedad fulminante se lo había llevado en poco tiempo, no sin que antes hubiera advertido que su dolor y el miedo ante la muerte inminente le aproximaban a los sufrimientos del mismísimo hijo de Dios. Aún no sé por qué hay gente que no sale removida de funerales así. ¿Es que se creen inmortales? ¿No les basta eso para asomarse un poquito a la gloria?
De la segunda muerte apenas tengo detalles. La conocía muy poco. Lo suficiente para intuir que hacía años que todo se le había puesto muy cuesta arriba. Su rostro lo gritaba. Me la encontraba algunas mañanas. Ella me saludaba con un mohín; yo, con una sonrisa que pretendía que fuese un antídoto. Pero parece que ni eso ni nada surtió efecto. Cuando supe de su muerte pensé en que la misericordia divina ha de ser inmensa: «Entre el puente y el suelo estaba yo», pensamos que dirá Dios.
Y en estas cosas del más allá estaba yo cuando nuestro hijo pequeño, en mitad del desayuno, me preguntó lo siguiente: «Papá, ¿por qué Dios creó a gente que luego no le quiere?». Le pedí alguna aclaración sobre su duda teológica. Me la dio: «Sí, lo que no entiendo es por qué hay gente que no quiere a Dios ¡si Dios les ha dado la vida!».
En esa pregunta enorme encontré yo una clave de sentido. La vida es en sí misma es un bien excelso. Chesterton lo anotó así: «Éste no es el mejor de todos los mundos posibles, pero lo mejor de todo es que exista un mundo». Y también lo dijo al revés: «Este mundo es el mejor de todos los mundos imposibles». Por eso hasta quien malvive tiene motivos para la gratitud. Al final, como en el poema de Jaime García-Máiquez: «Hay que reconocer / que un niño es un milagro, / que estar vivo es grandioso, / y lo demás / no es nada».