En caso de que yo me hubiese dejado dominar por la acedia y no hubiera escrito esta balbuceante introducción, ningún lector la habría echado en falta, pues conoce a Ana Iris Simón (Campo de Criptana, 1990) de sobra. Si no ha leído su libro, Feria, que ya es raro, habrá leído alguno de sus artículos en El País; y si no ha leído ninguno de sus artículos en El País, cosa muy extraña también, habrá leído, al menos, o bien los elogios de sus seguidores, que son muchos, o bien las jeremiadas de sus detractores, que son ruidosos. Estos últimos la califican de nostálgica, rojiparda, neorrancia, y uno se pregunta para sus adentros cómo pueden errar tantísimo el tiro. Si Ana Iris se ha convertido en un fenómeno literario, no es por su nostalgia o por una presunta ranciedad, claro que no, ¡cómo creerlo!, sino por esa capacidad suya de encarnar la sensatez en textos bellos, por esa capacidad tan inactual de proclamar verdades sencillas para personas que también lo son.
Quizá piense el amable lector que yo exagero y que Ana Iris, siendo una buena escritora, no tiene esas facultades que le atribuyo. No me molestaré en contradecirle; tan sólo lo invitaré, no sin cierta timidez, a leer las líneas que siguen.
¿Quién es Ana Iris Simón?
¡Supongo que cualquiera sabría responder mejor que yo! Pero, bueno, ahora mismo, una chica que acaba de ser madre y que ejerce como tal casi a tiempo completo.
Cuando una es madre, ¿deja de ser un poco todo lo demás?
Los primeros meses, desde luego. En parte por una cuestión biológica: el niño humano es más parguelilla que el de cualquier especie animal y necesita cuidados. Tener un hijo implica muchas renuncias, pero eso no es intrínsecamente negativo, como pretenden hacernos creer.
¿Escribes y lees menos que antes?
Claro. Eso por un lado y, por otro, escribo y leo sobre otras cosas. Ahora, por ejemplo, me ha dado por la pedagogía infantil. Pero ¿me dejas regresar a la pregunta anterior?
Claro.
Es que es complicada, ¿eh? Es verdad que una madre renuncia de algún modo a todo lo demás. De hecho, yo muchas veces me siento extraña cuando me acerco a mi antigua vida, cuando quedo con amigas que todavía no tienen hijos. En muchos sentidos, me veo más cercana a sus madres, cosa que nunca me había ocurrido, por el simple hecho de que son madres. Por otra parte, ellas, las madres de mis amigas, se dirigen a mí con una confianza y un tono distintos.
Complicidad entre madres, supongo.
Yo creo que la maternidad supone un gran cambio para la mujer (¡ignoro qué supone la paternidad para el hombre!). Hay una frase de García-Alix al respecto: «Te lleva al otro lado de la vida, de donde no se vuelve». Era ésa la sensación que tenía cuando nació mi hijo. La sensación de estar repentinamente en un lugar del que no puedes volver. Puedes divorciarte, dejar de estar casada, pero de ninguna manera puedes dejar de ser madre.
Hablas de tus amigas. ¿Eres una rara avis entre ellas?
No. Para nada. De hecho, pienso que una de las cosas que han hecho que a la gente le guste lo que escribo es que soy normal, básica. Por eso me divierte tanto que algunos de mis críticos me acusen de normie.
¿Normie?
Irantzu Varela, para criticar un artículo mío que versaba sobre el día de Todos los Santos, dijo que «citar a Zigmunt Baumann en pleno siglo XXI es como de básica». Yo, que debería estar ofendidísima por el calificativo, le doy la vuelta y me lo tomo como algo elogioso. Mi éxito, si lo hay, radica precisamente en ser normal en una época en la que todo son extravagancias, excepciones, excentricidades.
Es lo que alientan los medios de comunicación, ¿no?
Hay una distancia enorme entre lo público y lo publicado; también en los medios conservadores, no sólo en los progresistas. Pienso en una pieza de ABC que siempre circula por ahí y cuyo título es algo así como «Cuando las mujeres son madres, tienen menos tiempo para los autocuidados». ¡Una pieza de ABC! No la de una revista de moda. Y si todos los medios están en esa sintonía, manteniendo debates que la gente de a pie no mantiene, es lógico que se valore a quien expresa públicamente unas inquietudes o preocupaciones normales. Creo que es lo que me ha sucedido.
Así que no eres una rara avis, sino una chica normal.
Volviendo a la pregunta, no soy una rara avis entre mis amigos. Probablemente lo fuera más cuando vivía en la calle Espíritu Santo, en Malasaña. Pero tampoco. No. De hecho, también media un abismo entre las élites progresistas y los progresistas corrientes. Por ilustrarlo con un ejemplo, mi amigo Jaime, que vota a Más País, ¡a Más País!, y está comprometido con el feminismo, me preguntó una vez: «Pero ¿qué demonios es ser cishetero?» Si soy una rara avis, lo soy en el sistema de medios, entre la opinión publicada, pero no en el mundo real. Y he ahí, creo, la razón de la popularidad de Feria.
¿Te esperabas el éxito?
¡Ni de broma! Escribí el libro para una editorial muy pequeña, Círculo de Tiza. Para que te hagas una idea, cuando me ofrecieron un anticipo de mil euros antes de empezar a escribir, yo, en lugar de alegrarme, me preguntaba agobiada: «Si no vendo suficientes ejemplares, ¿tendré que devolver los mil euros?» No me esperaba este éxito, ni por asomo.
¿Por qué? ¿Por la naturaleza del libro?
¡Claro! Es que es un libro muy raro. No es una novela; no tiene una introducción, un nudo, un desenlace…
¿Cómo te referirías tú a Feria? ¿Autobiografía, ensayo…? ¡Porque cada uno lo hace como quiere! He llegado a verlo ubicado entre los libros de ficción.
Creo que son crónicas periodísticas. Una crónica periodística no tiene por qué versar sobre un acontecimiento importante, sobre un partido del Real Madrid o el 15M; de hecho, hay una gran tradición española de crónicas que tienen que ver con la costumbre o con la vida cotidiana. No he descubierto el Mediterráneo…
¿Entreveras realidad y ficción en tus crónicas?
Ésa fue una de las dudas que tuve al escribirlo: si debía inventarme algo o no. Yo pensaba que, incluyendo algo de ficción, el libro le gustaría más a la gente, pero al final no lo hice.
A propósito, ¿cómo se gestó Feria? ¿En qué contexto?
Mi editor en Vice, Gonzalo, me solía animar a que escribiese un artículo sobre mis abuelos feriantes. Yo me resistí hasta que un día, estando él de vacaciones y yo sin tema sobre el que escribir, me dije: «Coño, voy a hablar sobre esto». Entrevisté a mi madre y a mis tíos, y el resultado fue una pieza superbonita que, además, funcionó muy bien. ¡Incluso la compartió Jabois!
Y fue entonces cuando se te ocurrió la idea de escribir el libro.
Más o menos. Tras haber leído el artículo, Eva Serrano, la editora de Círculo de Tiza, me encargó, con su inconcreción habitual, una historia de los feriantes en España. Empecé a escribirla, pero murió mi tío, murió mi abuela, y yo me veía con Eva y le contaba mi vida y ponía excusas: «Eva, no he escrito porque se ha muerto mi abuela». «Eva no he avanzado porque se ha muerto mi tío y me ha tocado escribir las palabras de despedida». A lo que Eva siempre respondía: «Incluye también esto en el libro». Hazte cargo de mis dudas. Me preguntaba a quién cojones le iba a interesar mi vida, la historia de mi tío, las vicisitudes de mis padres…
A gente normal, como tú.
¡Exacto! Ésta es una reflexión que hago a posteriori: partía del ego, de considerarme una rara avis. Pensaba que mi vida, tan especial, y mi familia, tan especial también, no interesaría a nadie porque nadie se iba a ver reconocido. Poco a poco, voy dándome cuenta de que mi vida es la vida de un montón de chavales de clase obrera en España que consiguieron, gracias al esfuerzo de sus padres, ir a la universidad. Por eso tiene sentido la literatura, ¿no? Porque los que leen se reconocen en los que escriben.
No somos tan distintos.
Ésa es la principal enseñanza que he de agradecerle a Feria: que no soy tan especial y que es precisamente no serlo lo que me permite escribir bien, que es escribir para los demás.
¿Cuándo empezaste a escribir? ¿Y por qué?
Era muy chiquitina, muy pequeña. ¡Lo cuento en el libro! Me presentaba a todos los concursos de literatura de mi pueblo y escribía muy marquetinianamente. Escribía sobre lo que yo intuía que les iba a gustar a los profes de lengua: un texto sobre memoria histórica, también un relato sobre dos mujeres lesbianas. Ya muy pequeña concluí que quería ser periodista y escritora.
¿De dónde crees que venía ese deseo?
Quizá del deseo de ser mayor y parecerme un poco más a mi padre, que siempre andaba por casa con el periódico. Para mí, leer El País Semanal era parecerme un poquito más a mi padre, homologarme a él. Implicaba dejar de ser una niña para convertirme en alguien más importante. Hay una frase del columnista José F. Peláez que me encanta: «Siempre empezamos a escribir para agradar a los demás». Yo escribía para agradar a mi padre.
¿Lo conseguiste?
¡Sospecho que sí! De muy chiquitina, lo recuerdo, él descubrió en mi habitación un folio en el que se podía leer: «Dedico este libro a mi padre», no sé qué, no sé cuántos. Cuando lo encontró, yo me sentí fatal. Pensé: «Coño. Me ha pillado anhelando la gloria sin haber hecho el trabajo». O sea, me pilló dedicando un libro que estaba todavía por escribirse.
¿Cuántos años podías tener por aquel entonces?
Siete o por ahí. Me dio muchísima vergüenza. Pero veamos el vaso medio lleno: pasados unos cuantos años, me ha permitido comprender que yo escribía para agradar a mi padre.
Confieso que yo no he escrito ningún libro y, sin embargo, tengo dedicatorias pensadas.
¿Verdad? Eso es lo que me ocurrió a mí con siete años. ¡Qué vergüenza!
Por hacerte pasar un poco más de vergüenza… ¿Quiénes son tus referentes literarios?
Algo supercursi y como de adolescente: Cortázar. Me obsesioné en su momento con él, y ahí sigo. De hecho, me hice un tatuaje en su honor.
¿Qué dice?
«MAGA». (Risas). Antes de que alguno de mis críticos se me eche a la yugular, advertiré que es un personaje de Rayuela y que me lo tatué antes del fenómeno Trump.
¿Algún referente más?
Machado, Lorca. Ojalá escribir como Lorca, ojalá ser él, ojalá ver el mundo como él lo veía.
¿Y cómo lo veía?
Pues tal como era y es, supongo. De manera mágica. Con Feria, mientras escribía el libro, descubrí un poemario suyo que se titula Ferias. En él habla de su infancia, y qué bien mezcla lo popular y lo intelectual, la baja y la alta cultura. Lorca escribía como un niño y, a mi modo de ver, ése debe ser el objetivo último de todo escritor: recuperar la mirada inocente y limpia del niño.
¿Ha cambiado mucho tu vida literaria de un tiempo a esta parte? Ahora te lee mucha más gente que antes y estás, por decirlo de algún modo, sobreexpuesta.
Esta sobreexposición ha coincidido con mi maternidad. Sospecho que me habría obsesionado muchísimo más con agradar, con complacer a determinados lectores si no hubiese vivido paralelamente la maternidad, que es muchísimo más importante, claro, que el éxito literario. Mis familiares, mi pareja, se preocupan por las cosas que me dicen. ¡Yo ni siquiera tengo tiempo para pensarlo! Por otra parte, he vuelto a vivir cerca de mi familia, lo cual, a qué negarlo, me ayuda a ser ajena a todos mis haters.
¿Por qué crees que los irritas tanto?
Es una buena pregunta que yo también me hago a veces. Creo que es porque debería ser uno de los suyos: tengo ocho apellidos comunistas, he trabajado en revistas de tendencias, he vivido en los lugares en los que hay que vivir. Quizá ahí esté la explicación. Yo, casi por inercia, debería ser uno de los suyos y no lo soy.
¿Cuándo te torciste? Porque, de algún modo, sí fuiste uno de los suyos.
Sí, es cierto que lo fui. En cuanto terminé la carrera, empecé a trabajar en Telva. Y, en esa época, pertenecía al 15 M, era progresista, me interesaba el feminismo… Fue justo cuando me pasé de Telva a Vice que empecé a reflexionar más profundamente sobre ciertos temas y a pensar un poco distinto. Hice el camino contrario al previsto.
¿Por qué crees que fue así?
No sé si habría ocurrido naturalmente si yo hubiese seguido en Telva, o si influyó entrar en contacto, a través de Vice, con la degeneración más absoluta de la progresía: entrevistar a lo más raro de entre lo más raro, a la prostituta que sólo da servicio a personas no binarias, por ejemplo.
Casi un efecto rebote, vamos.
Claro. No por los compañeros, porque en Vice conocí a gente maravillosa, sino por los temas tratados.
¿Sólo eso?
Hay otra cosa. Por esa época muere mi abuela y yo reparo en que el tiempo transcurre inevitablemente. Y me veo a mí misma en un piso de Malasaña que comparto con mi primo y unos amigos, y caigo en la cuenta de que, si hubiese tenido un hijo dos años antes, mi abuela lo habría conocido. Es algo muy evidente, una certeza que debería haber alcanzado antes, pero es que vivimos de espaldas al tiempo.
Tú cambiaste y dejaste de ser uno de los suyos. Pero, si no eres uno de los suyos, ¿qué eres ahora?
Una chica que acaba de ser madre (risas). Digamos que no encajo con el estereotipo de persona progresista decente. Me divierte mucho, por cierto, que me acusen de ser algo así como la líder de la Sección Femenina.
¿Por qué?
Es que la Sección Femenina de hoy, la señora que antaño estaba detrás del visillo mirando si la una se iba con el otro y el otro con la una, es la policía progresista, que te dice: «Esto no lo puedes pensar, esto no lo puedes hacer y con aquel otro no puedes hacer un directo de YouTube».
Y, además, te has granjeado la animadversión de esta policía defendiendo causas muy sensatas, causas que, a priori, podría defender cualquiera: que quizá el mito del progreso es eso, un mito, que quizá…
Pero ¡es que eso lo acepta cualquier taxista, cualquier obrero, cualquier persona que no esté todo el puto día en Twitter! Recuerdo la conversación que mantuve con un taxista el día aquél en que pronuncié un discurso en el Palacio de la Moncloa. Me contó su vida: mientras él había podido vivir desahogadamente y mantener a tres hijos con un solo sueldo, el suyo, su hija mayor, de treinta años, tuvo que volver hace unos meses a la casa familiar, incapaz de pagarse un piso propio. Me habló de su tristeza y de todas las preguntas que le suscitaba la desgracia de su hija.
Te invitaron a la Moncloa a pronunciar un discurso… ¿Quizá con cierta inconsciencia?
Yo pensaba eso, pero las funcionarias que me invitaron se habían leído el libro y les había gustado. Volvemos a la brecha entre las ideas de las élites y las ideas de la gente de a pie, incluso de los propios funcionarios del ministerio. La distancia entre lo que las élites piensan que le preocupa a la gente y lo que de veras le preocupa a la gente es más grande que nunca. A izquierda y a derecha, ¿eh? O sea, no creo que el obrero que vota a VOX se despierte preocupado por la dictadura socialcomunista, del mismo modo que no creo que mi padre, que es comunista, amanezca pensando en la alerta antifascista. Escuezo por eso, supongo: porque no escribo para ellos, para las élites.
¿Para quién escribes, entonces?
Algo que tengo muy presente es que no quiero escribir mis artículos en El País para la gente de Twitter; quiero escribir para que me entiendan mi abuelo y mi padre. No tengo ninguna intención de librar una batalla cultural; o, mejor, tengo la intención de librar una batalla cultural mucho más amplia.
Te consideras una guerrera cultural, ¿o no?
Si a una chica que lucha por que la entiendan las señoras de su pueblo se la puede llamar «guerrera cultural», sí lo soy. Ésa es la guerra cultural que deseo librar. No sabes qué ilusión me hizo hace unos meses que se me acercara una señora de mi pueblo y me dijera Feria era el primer libro que había leído. Pensé: «Coño, es que tiene sentido escribir para eso».
Me temo que la guerra cultural no consiste en eso.
Entonces a mí me da un poco de pereza la guerra cultural, que, de algún modo, nos aleja de los problemas reales. No creo que el frutero se despierte pensando: «Mierda, hoy toca hacer la guerra cultural». No, se despierta pensando que la luz ha subido un montón, que el alquiler está cada vez más caro y que emanciparse es casi una quimera para cualquier joven.
Menudo nostálgico, el frutero.
Es un nostálgico y un reaccionario, sí. En fin, creo que las élites mediáticas y políticas están divorciadas de la realidad, y que eso es un gran problema.
¿Problema que denunciarás en nuevos libros…?
Si la pregunta es si hay nuevos libros a la vista, la respuesta es que sí (risas). Estoy trabajando en uno, y lo único que puedo decir, como pista, es que me preocupan los mismos temas que antes. Quiero seguir escribiendo sobre el territorio, sobre la memoria, sobre las generaciones pasadas.