Imaginemos la siguiente escena: un tipo joven, de unos 32 años, embotado en la primera hora de la mañana de un lunes —«la más mañanera de todas las mañanas»—, mal dormido y con prisa. Es una semana cualquiera de julio. Llega tarde a trabajar y sale corriendo del autobús. Corriendo, también, cruza el paso de cebra en un verde parpadeante para lanzarse después sobre su escritorio. Afuera brilla ya un sofocante sol, pero dentro, en la oficina, su rostro es pálido. No ha encontrado descanso el fin de semana y está insomne.
La jornada es larga: dura todo el día. Pero ha sido más amena gracias a los dos o tres cafés y el par de pitillos que han servido de interrupción. Cuando llega a casa es ya de noche y está agotado. La pereza de cocinar supera el tedio que le produce la idea de cenarse la comida que le queda en el túper del almuerzo. Termina pidiendo un Glovo. Mientras viene, piensa en todo aquello a lo que no ha podido dedicarle un segundo durante el día entre el Excel, reuniones, correos y llamadas. Piensa en sus padres, a los que querría haber visitado el domingo, pero la vida es complicada; no le agrada darse cuenta de que hace semanas —¿o meses?— que no ve a sus amigos del cole; le molesta no recordar cuál fue la última película que vio en un cine, a pesar de que siempre le ha encantado ese plan; y se dice que mañana llamará a su amigo del pueblo, para ver si se toman algo cuando esté por ahí a finales de agosto —el único momento del año en que «puede permitirse» visitar el pueblo donde vive su abuelo paterno—.
El Glovo se retrasa, así que tiene tiempo de seguir deambulando en sus pensamientos. Le viene a la mente la conversación que ha tenido durante el café de la mañana, con ese colega —compañero de promoción— que acaba de reincorporarse de su segunda baja de paternidad. Le ha contado que el parto fue difícil, pero que su mujer está recuperada y volverá en un par de meses a currar; y que el mayor empezará el cole el próximo septiembre. No sabe por qué, pero de repente le invade una sensación parecida a la amargura.
Qué tontería, se dice, mientras aprovecha para responder un mail desde el teléfono. Él está perfectamente y en el trabajo le va fenomenal: es un empleado muy bien valorado y ningún otro asociado ha facturado lo que él en lo que va de ejercicio. El bonus de este año —es casi seguro— va a ser muy jugoso, y no descarta que le promocionen con un «doble salto». Todo el sacrificio habrá merecido la pena. Las cosas van de puta madre, qué narices; y, sin embargo, esa sensación de amargura, que cada vez se parece un poco más al vacío, sigue ahí. En fin. No ha podido rumiar mucho más todo aquello, menos mal, porque el repartidor acaba de pulsar el timbre. Se ha comido su bol de poke viendo una serie que ha logrado evadirle y se ha ido a dormir, brindando antes con un vaso de agua y medio Orfidal —por si las moscas—, que ese proyecto tan importante le ha quitado el sueño más de una noche últimamente.
Mañana será martes, pero para él seguirá siendo lunes. Lo mismo que el miércoles, jueves y viernes de esa semana. De todas las semanas. Nuestro fugaz protagonista es un hombre «enlunesado». Enclaustrado en un lunes que siempre acaba de empezar.
«Enlunesado». Éste es el adjetivo con el que Robert Walser, en Una mañana, describe a Helbling, un empleado de banca en la Alemania de principios de siglo XX. Un oficinista anclado en un lunes siempre a primera hora. Este adjetivo, más de un siglo después, es hoy tan descriptivo como entonces.
Al hombre contemporáneo han logrado convencerle de que será en el trabajo donde encontrará su felicidad, por encima de cualquier otra realidad. En grandes capitales y en lo más recóndito de la provincia. Le Fébure Du Bus sostiene que el trabajo ocupa hoy el centro y fin de muchas vidas occidentales, donde ser es hacer, como si la antropología del hombre se redujera a una suerte de «fabercentrismo». A ese hombre, además, le han secuestrado el descanso, como un efecto colateral de esta forma de entender el trabajo.
Este planteamiento es nuevo, y a la vez muy distinto de cómo los antiguos y medievales entendían el trabajo, para quienes este nunca fue un fin en sí mismo. El centro de aquellas vidas era el ocio, no el trabajo «que sigue siendo un medio indispensable para vivir —nos dice Le Fébure Du Bus—, pero que no pretende dar acceso a la felicidad». Valores que hoy parecen haberse invertido. La superactividad profesional, que tiene su causa en propósitos en absoluto faltos de nobleza, como la ambición, el afán de lucro, o la educación recibida, justifica una cada vez mayor ausencia de ocio y descanso. No es casual que la etimología más probable de «negocio» sea la negación del ocio. Lo paradójico en perspectiva histórica es que el negocio —lo profesional—, no sólo se anteponga, sino que se eleve como valor superior sobre el ocio.
Esta particular forma de estar en el mundo tiene consecuencias que, en realidad, son víctimas: somos nosotros mismos. Un desorden en las ocupaciones profesionales obstaculiza la relación con toda realidad distinta a la laboral, impide la introspección y dificulta cualquier intento de trascendencia. Exige toda nuestra energía y nos vuelve insomnes. Nos «enlunesa».
El remedio, explica de nuevo Le Fébure Du Bus, está en el ocio. En el ocio bien entendido. Las realidades no lucrativas, las que resultan inútiles en clave productiva, son las que dotan de sentido a nuestra vida. El tiempo merece ser ganado en ellas y justifican nuestra existencia. Estas realidades no saben de urgencias o deadlines. Allí donde todo es monetizable y lo productivo es prioritario, es fácil que estas realidades pasen desapercibidas. Descansar, el tiempo con familia y amigos, ir al cine, meditar o jugar al mus tomando un patxaran parecen un insulto al rendimiento. Una ofensa a la eficiencia. Y, sin embargo, son las realidades que dotan de sentido a una vida.