Hubo un tiempo en el que el verde sólo era un color. Bonito o feo, pero un color, al fin y al cabo. También hubo un momento en el que las ensoñaciones ecologistas más disparatadas únicamente tenían cabida en la mente de algún adolescente, y no en las agendas políticas de las principales economías occidentales. Por supuesto, es evidente que los individuos no vivimos al margen del entorno natural, sino que continuamente nuestra conducta produce efectos sobre él, pero hay un gran paso entre asumir eso y meter con calzador la dichosa palabrita hasta en la sopa: que si país verde, economía verde, capitalismo verde, crecimiento verde y, cómo no, impuestos verdes. Porque sí, esta fiesta, evidentemente, no es gratis, y se ha convertido en el pretexto perfecto para expoliar a los ciudadanos. Salvar el planeta le llaman.

Sin embargo, el problema no radica tanto en la preocupación por el medioambiente, sino en los modos, en cómo esta preocupación se expresa y en los postulados sobre los que se asienta. En realidad, a mí me parece perfecto que una persona desee volver a los niveles tecnológicos del taparrabos y la caverna, lo que ya no me chista tanto es que quiera imponérmelo a mí también. Como digo, el problema está en las formas, en la coacción y en la arbitrariedad, y más si ésta se va a traducir en un empobrecimiento general de la población.

Entre los errores más comunes sobre lo verde destaca, por un lado, la idea de que la protección medioambiental solamente es posible a través de la intervención gubernamental por medio de una planificación económica que establezca límites de desarrollo sostenible y, por otro lado, la estigmatización del papel del libre mercado. Tan arraigada está esa supuesta incompatibilidad entre mercado y medioambiente que resulta extraño que una persona hable de la importancia de los ciudadanos, las empresas y, en general, de la sociedad civil, en lugar de referirse, por ejemplo, a Greenpeace o al Ministerio para la Transición Ecológica. Así fue como, víctima de la torpeza de la ignorancia, en el pasado me llegaron a parecer acertadas la reforma fiscal verde, la asignación planificada de los recursos naturales y el mercado de derechos de emisiones bajo el principio de «quien contamina, paga». Efectivamente «quién contamina, paga» pero ¿a quién? Todos lo sabemos: al estado. Pero ¿es realmente el estado el perjudicado que merece un resarcimiento? ¿O, en tal caso, serían los ciudadanos directamente afectados?

La respuesta está clara. Las garras del intervencionismo político siempre están acechando impacientes por conquistar todos los asuntos que atañen a los individuos e, indudablemente, la protección del medioambiente no iba a ser menos. Así, es habitual que frente a problemas medioambientales se empleen, por un lado, instrumentos de política fiscal como cánones, subsidios y permisos de emisión transferibles y, por otro lado, regulaciones administrativas que determinan los procesos tecnológicos permitidos, fijan niveles máximos de contaminación o disponen los procedimientos aptos para el tratamiento de residuos, entre otras tantas materias de una larga lista que no hace más que crecer. Si estas medidas fuesen tan eficientes y el camino correcto fuese el de la hipertrofia del Derecho Administrativo ¿por qué persisten problemas medioambientales si cada vez se interviene más la economía en este sentido? ¿por qué no se consiguen los objetivos marcados? Algunos dirán que no se destinan medios suficientes, pero eso es porque continúan creyendo en la existencia un planificador omnisciente capaz de organizar la economía en pos de un desarrollo sostenible.

Hayek definía como «fatal arrogancia» la creencia de que una sola mente pueda conocer todos y cada uno de los pormenores de las complejas estructuras institucionales y, deliberadamente, modificarlas a su antojoCualquier intento de diseñar una política económica encaminada a la protección del medioambiente se encuentra inmediatamente con el problema de la racionalidad limitada del ser humano y del conocimiento. Si lo que se pretende es conseguir una asignación eficiente de los recursos es necesario disponer de información precisa sobre el progreso tecnológico, las escaseces relativas y las preferencias. Por si fuera poco, el planificador no sólo se encuentra con la dificultad de articular todo este conocimiento que se halla disperso en la sociedad, sino que, además, ha de atender a su carácter dinámico y de continuo cambio toda vez que el conocimiento no permanece inalterado en el tiempo. Todo ello implica la asunción de elevados costes administrativos, de información y de vigilancia y control que, al compararlos con los beneficios, pocas veces ofrecen un saldo positivo. Pero todo es poco cuando el fin es salvar a la humanidad y el que paga es el currito.

Desde luego, el único medio conocido eficaz para difundir el conocimiento que se encuentra difuso en la sociedad es el sistema de precios generado por el mercado. Los procesos de mercado son abiertos e impersonales y, aunque imperfectos, en ellos intervienen todos los agentes persiguiendo sus propios objetivos adecuando sus recursos con sus fines. De esta manera, se logra una eficiencia dinámica que sirve como caldo de cultivo para la creatividad y el descubrimiento empresarial. Como diría Miguel Anxo Bastos: ¿Quién salvó más árboles? ¿El ecologismo o el pen drive? Desde luego, el progreso tecnológico es el gran olvidado y hablar de recursos en un sentido estático es un error de base gravísimo en el que caen la inmensa mayoría de personas bienintencionadas —o eso quiero creer— que tienen una sensibilidad mínima en estos temas.

En aras de potenciar el funcionamiento del mercado, la ardua tarea que queda por delante es la delimitación de los derechos de propiedad y, en consecuencia, una correcta aplicación del principio de responsabilidad civil objetiva. Los derechos de propiedad permiten a su titular hacer valer su derecho frente a terceros que lo vulneran, pero esto no es tan sencillo cuando hablamos de los ríos, los mares, las aguas subterráneas, los parajes naturales, la flora, la fauna y el aire que respiramos. Si los bienes son de todos y de nadie a la vez, la totalidad de los individuos se beneficia de todos esos bienes sin asumir ninguna responsabilidad por su uso y abuso, lo cual lleva aparejado el deterioro y la sobreexplotación. La naturaleza de estos bienes impide una delimitación inmediata e intuitiva de los derechos de propiedad porque los costes de excluir al resto de la demanda del bien son muy elevados, pero ello no es óbice para rendirse, sino que es momento de innovar y apostar por soluciones alternativas al intervencionismo que desde siempre se ha venido realizando.

Un ejemplo paradigmático se remonta a la década de 1870 en las grandes llanuras de los Estados Unidos cuando la aparición del alambre de espino permitió a los granjeros del oeste parcelar sus pastizales para, por una parte, evitar que ganado ajeno pastase en sus tierras y, por otra parte, mantener controlado su propio ganado. El cambio de la pradera abierta a los campos vallados supuso un antes y un después porque, hasta entonces, el control de la propiedad se realizaba mediante campamentos a punta de pistola tal y como nos muestran las películas del lejano oeste. Hoy por hoy nos puede parecer muy rudimentario este avance tecnológico, pero tiene que servir para darnos cuenta de que una delimitación de los derechos de propiedad que parecía impensable se pudo conseguir sin necesidad de que el estado interviniese nada más que para garantizar la defensa de los derechos de propiedad.

El enfoque de la ecología de mercado no pretende dar la respuesta definitiva a los problemas, pero sí que apuesta por la cooperación en lugar de la imposición y prohibición a la que venimos acostumbrados. La protección del medioambiente no es un juego de suma cero, sino que es necesario el diálogo entre los agentes implicados. De otro modo, lo que nos encontramos son con grupos de presión que buscan que los gobiernos actúen en función de sus pretensiones particulares siendo, además, los gobernantes los que también tienen sus propios incentivos como podría ser su imagen de cara a próximas candidaturas, quedando la protección medioambiental en un segundo plano.

Por último, no debemos olvidar que los costes que lleva aparejada la intervención pública se distribuyen entre todos los contribuyentes, mientras que los beneficios se concentran en unos pocos y difícilmente se puede medir su eficiencia. O lo que es lo mismo, un atraco a mano armada algo verdoso.