El Planeta o la novela más cara del año

Resulta curioso es que en los últimos años la mayoría de ganadores no sean escritores de oficio, sino rostros conocidos que un día decidieron escribir, quizá porque alguien les dijo que había filón

|

No es casualidad que el Premio Planeta se falle justo después del Nobel de Literatura. Es márquetin de calendario. Cuando todavía resuena el apellido impronunciable del último ganador, Planeta irrumpe con su gala en Barcelona y cambia el tono sin pretenderlo. El Nobel se otorga en una sala cerrada con discreción casi religiosa; el Planeta, en un ceremonia con moqueta y photocall. Son dos espectáculos, cada uno a su manera, que celebran algo diferente. Uno, la literatura; el otro, las ventas. La coincidencia no es inocente; se aprovecha el rebufo del prestigio para coronar al libro que más rápido se moverá por los pasillos de El Corte Inglés. Y quizá ahí empiece el problema. Cuando una fiesta de letras se programa con la lógica de una campaña de rebajas, la literatura se queda sin premio.

Este año, el millón de euros, porque un millón suena redondo y casi obsceno, ha sido para Juan del Val, tertuliano de El Hormiguero, por una novela titulada Vera, una historia de amor. No he leído el libro, y por tanto no hablaré de él, pero sí del título. Ya dije en otra ocasión que desconfío de los escritores que explican lo que su propio texto no se atreve a sostener. Aun así, no juzgo, quizá Vera sea una obra maestra de la ternura o de la mercadotecnia, que a veces son sinónimos con tapa dura.

El Planeta tiene algo de misa mayor. Se presenta como el gran escaparate de la literatura en castellano, con su millón para el ganador y doscientos mil euros para el finalista. Una redistribución de la riqueza al revés, un Robin Hood aburguesado que roba a los lectores para dárselo a los ricos. Desde hace años, el galardón más alto del mundo editorial no aterriza en manos desconocidas, sino en las de quienes ya cuentan con columna, prime time o club de fans. No es tanto una conspiración como una estadística: si se reciben cerca de mil manuscritos y el ganador es casi siempre alguien con perfil público, algo chirría.

No me interesa, sin embargo, criticar el tipo de libro que gana. A mi abuela le han encantado varios de los premiados recientes, y me parece fantástico. Leer es leer, aunque sea con letra grande y márgenes generosos. No hay un carné de «buen lector» ni una institución que certifique que quien lee La colmena vale más que quien devora El código Da Vinci. Para ser lector sólo hace falta leer, no pasar un examen de hermenéutica. En ese sentido, celebro que el Planeta consiga algo que casi nadie más logra, que se hable de libros en la sobremesa y que el gran público compre novelas sin complejos.

Mi objeción es otra. Lo que me rechina del Planeta no es lo que premia, sino lo que ignora. La estadística de la invisibilidad, cientos de autores anónimos que envían su manuscrito —en Times New Roman 12, interlineado doble, como exigen las bases, puntillosas en lo tipográfico y laxas en todo lo demás— sabiendo que nunca saldrá de la pila digital. Porque, seamos francos, ¿quién puede creerse que alguien ha leído las mil novelas presentadas, una por una, con informes y segunda ronda? Según las propias bases, una «Comisión Lectora» las selecciona y el jurado decide por «mayoría simple». Nada ilegal, pero sí poco poético: la literatura convertida en proceso administrativo.

A veces pienso en esa gente que dedica años a una historia que nadie leerá, no porque sea mala, sino porque no tiene padrino. En cuántos talentos mueren sin testigo, en cuántos libros brillantes se quedaron en el buzón de una editorial saturada o en un correo que nunca se abrió. La suerte, el contacto o la mirada adecuada en el momento preciso deciden más carreras que la vocación. El Planeta, con su millón y sus focos, bien podría servir para invertir esa probabilidad. En lugar de eso, la refuerza.

No es tampoco una crítica al gremio del que provienen muchos de los premiados: del audiovisual, del periodismo o de la televisión. No creo en el intrusismo laboral aplicado a la literatura, nadie nace con carné de escritor. Lo que resulta curioso es que en los últimos años la mayoría de ganadores no sean escritores de oficio, sino rostros conocidos que un día decidieron escribir, quizá porque alguien les dijo que había filón. El Planeta no los premia por escribir, sino porque ya estaban en el candelero. Y eso, más que intrusión, es previsión comercial.

Ninguna de estas quejas es nueva. En 2005, Juan Marsé dimitió como jurado del premio por desavenencias con la organización. Antes, Delibes y Sabato denunciaron haber recibido ofrecimientos para ganarlo, lo que no deja de ser una forma muy castiza de garantizar el suspense. Incluso cuando premian a un escritor consagrado, la sospecha no descansa. Javier Cercas ganó con Terra Alta, una novela tan correctamente escrita como fabricada para la gala. Cercas es un magnífico autor, y precisamente por eso sorprende que presentara algo tan obvio, tan calculado.

Pero el Planeta sobrevive a todo. A los rumores, a los desmentidos y a los años porque, al final, no es un galardón literario, es una campaña publicitaria. Una operación de visibilidad que disfraza de azar lo que es pura estrategia. Y tampoco pasa nada, siempre que no se insista en llamarlo «el premio más importante de las letras españolas». Lo es en caudal, sin duda, pero no necesariamente en literatura. La editorial compra el libro, los derechos y la gira mediática. Un premio redondo que, si va según lo previsto, le sale a devolver.

Lo peor es la oportunidad perdida. Planeta podría ser una cantera. Podría descubrir a alguien que todavía no sale en la tele. Podría hacer justicia a esos manuscritos anónimos que cumplen todas las normas salvo la de ser conocidos. Pero no, el millón de euros vuelve a su cauce natural, el de quienes ya lo tenían casi todo. El Planeta ni siquiera redistribuye la gloria, se limita a reciclarla.

Y aun así, seguiremos atentos el año que viene. Por pura antropología, porque el premio Planeta, con su ceremonia de misterio resuelto, sus autores enmascarados y sus portadas filtradas antes del postre, es un espectáculo fascinante. No literario, pero fascinante. Y porque todavía nos queda la esperanza de que algún año, entre los mil PDF en Times New Roman 12, alguien haya escrito la novela del siglo y que, por error, alguien la lea.

Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.