De los Guerra a los Sánchez: la corrupción fraternal del PSOE

Hace más de tres décadas, otro hermano de un altísimo cargo socialista fue protagonista de varias corruptelas

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En este torbellino de escándalos en el que está inmersa España desde hace siete años, el procesamiento del hermano del presidente del Gobierno por los delitos de prevaricación y tráfico de influencias se ha coronado como uno de los de mayor gravedad.

El origen del caso está en una denuncia del sindicato Manos Limpias contra David Sánchez por presuntamente cobrar un sueldo público sin ir a trabajar, lo que invita a pensar que aquel puesto fue creado expresamente para él y se vulneraron los procedimientos legales en la elección de los candidatos.

A la espera de conocer el veredicto de su señoría —y de saber en qué queda la cabriola del aforamiento de Gallardo—, la lógica más elemental parece indicar que efectivamente se creó un puesto de trabajo ad hoc para el susodicho, por ser hermano de. No invita a pensar distinto su bochornosa declaración del susodicho en el juzgado, que sin duda pasará a los anales de la historia judicial española, y se estudiará en las escuelas jurídicas como ejemplo de mal asesoramiento por parte de un abogado.

Antes de Sánchez, Guerra

David Sánchez no es el primer hermano que provoca bochorno y vergüenza a la ciudadanía española. Hace más de tres décadas, otro hermano de un altísimo cargo socialista fue protagonista de varias corruptelas. El de Alfonso Guerra, concretamente. El mismo que hoy es elevado a los altares por una parte nada desdeñable de la derecha española.

Corría el año 1990 cuando el diario ABC publicaba la primicia: el entonces alcalde de Barbate, Serafín Núñez, había anunciado en un pleno municipal el desbloqueo de un proyecto urbanístico para turistas de élite valorado en 480 millones de euros, tras haber permanecido paralizado durante dos años.

Ante la sorpresa de la corporación municipal y los medios de comunicación, alegó su repentino cambio de opinión por las maniobras de la sombra del hermano de Alfonso Guerra: «No es igual que te telefonee el hermano del vicepresidente a que lo haga un tal López», dijo el alcalde en un alarde de sinceridad que causó más de un quebradero de cabeza en el PSOE. Era una onda expansiva que sería conocida como el caso Guerra.

Al parecer, aquel hermanísimo le había pedido en septiembre del año 89 que recibiera a unos amigos suyos que estaban interesados en levantar un complejo turístico en la zona. Y claro, como bien dijo Núñez, se trataba del enmano del vicepresidente, en una época en que «la gente pierde el culo por hacerle un favor a Arfonso».

Una semana después, el fiscal de la Audiencia provincial de Cádiz a instancias del fiscal general del Estado, iniciaba una investigación de las posibles irregularidades en la aprobación de dicho proyecto. Fue entonces cuando la atención mediática se centró en el hermano de Alfonso Guerra. Tirando de aquel hilo, salió a la luz que el hermanísimo utilizaba un despacho oficial de la Delegación del Gobierno en Andalucía para funciones muy distintas a las de «asistente», tal y como lo definió el propio Alfonso Guerra. Concretamente, hacer negocios suculentos. Lo que él llamó «cafelitos».

También la oposición, liderada entonces por un joven José María Aznar, sospechó rápidamente que detrás de aquellos encuentros había mucho más que simples aperitivos. No les costó demasiado averiguar que Juan Guerra tenía muchos amigos más repartidos por toda Andalucía y su trabajo consistía en hacerles favores a todos ellos intermediando con alcaldes socialistas (la inmensa mayoría a principios de los 90).

Todo aquel ruido sirvió para averiguar que Guerra tenía conexiones con un centenar de sociedades con importantes activos inmobiliarios. Vamos, que Juan Guerra aprovechó su condición de hermano del todopoderoso vicepresidente para hacer gestiones de toda índole. Gestiones que desprendían un tufo a lo que hoy conocemos como tráfico de influencias. Hasta entonces, en el Código Penal no existía dicha figura delictiva; la misma que hoy cerca peligrosamente al presidente del Gobierno, con su mujer y hermano imputados por ese delito.  En eso ha cambiado poco el PSOE.

A diferencia de David Sánchez, Juan Guerra sí sabía dónde estaba su oficina. Lo sabía demasiado bien. Allí despachaba sus negocios particulares en condición de asesor de Alfonso Guerra, a pesar de que no había mediado designación oficial alguna. Y es que, según reconocieron varios testigos, el nombramiento fue verbal y comunicado telefónicamente al entonces delegado gubernamental.

El juez Ángel Márquez, que sufrió no pocos ataques por una supuesta que tenía animadversión hacia Guerra, el fiscal Alfredo Flores y el inspector de la Policía Judicial José Antonio Vidal interrogaron a varias centenas de personas que visitaron el despacho durante los seis años (1983-1989) que Guerra estuvo en el cargo. La investigación, que dio para más de mil folios de sumario, descubrió un árbol con raíces en Sevilla y ramas que se extendían más allá de Andalucía. Resultó que Juan Guerra no era ningún «descamisado», como aseguró su famoso hermano.

Algunos de los que desfilaron por los juzgados sevillanos aseguraron haber pagado abultadas comisiones a Juan Guerra como mediador a cambio de obtener contratos públicos o recalificaciones de suelo rústico. Pero aquellas afirmaciones nunca llegaron a probarse. El hermano del vicepresidente del Gobierno terminó imputado por malversación, estafa, tráfico de influencias, fraude fiscal y fraude fiscal. La pena, sin embargo, fue nimia en comparación a la investigación: únicamente fue condenado a pagar una multa de finalmente no pagó al declararse insolvente.

Desprecio por las instituciones

El de Guerra, como los casos que han estallado en los últimos meses, ejemplifica bien el infinito desprecio que sienten los socialistas por las instituciones públicas y el dinero del contribuyente, utilizando la administración como un cortijo particular. El nepotismo forma parte intrínseca del socialismo por la necesidad imperiosa de diseñar redes clientelares que los mantenga en el poder.

Un episodio que volvió a demostrar la enorme hipocresía de Felipe González. Y es que el presidente prometió dimitir en caso de producirse la marcha de su por entonces número dos. El famoso «dos por el precio de uno». Lo cierto es que Guerra se fue… y Felipe se quedó.

Hoy, 35 años después de aquel escándalo, es otro hermano el que vuelve a causar bochorno a la ciudadanía española. Con la diferencia sustancial de que en esta ocasión no ha habido ninguna dimisión. De hecho, se podría decir que la noticia del procesamiento de David Sánchez ha pasado sin pena ni gloria.

Resulta verdaderamente triste ver cómo la sociedad española, en poco más de 30 años, se ha vuelto absolutamente indiferente y tolerante ante la corrupción y el secuestro de las instituciones por parte del PSOE. La acumulación de escándalos que invita a la apatía y al desasosiego, pero no se puede confundir el civismo con la mansedumbre.

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