Ya se está haciendo de noche y José no ha vuelto aún. Que no se pierda en lo oscuro y no tropiece en las sombras, que no se le desparrame la leña del abedul. Llegará José muy pronto y encenderemos la lumbre. Aunque no hace ningún frío y la claridad no baja, pues la paja, ahora dorada, refleja tu majestad. Sentada aquí estoy mejor, y no quiero ya tumbarme, porque así no puedo verte y sin dejar de mirarte, embelesada me tienes. Eres como río claro que hipnotiza con su canto, eres como fuego ardiente que fascina con su luz y me queman las mejillas si mi rostro hacia ti inclino, gozosísimo arrebol. No quiero dejar de verte, de beberte con mis ojos, que no escuecen, ya pasó. Mas barruntan nuevo llanto, que es plenitud derramada en lágrimas, qué sé yo. No lo sé, pero no puedo dejar nunca de mirarte y comerte con mis ojos, que ahora lloran, ahora no.
Como brisa en la mañana al subir pronto a la fuente, noto el viento de tu aliento en mi rostro al suspirar. Tu respiración, cadencia perfecta como las olas y el murmullo de tu pecho, ¡ay, tu pecho chiquitín! Rítmico como marea que me mece y ronronea. Tú me arrullas, no yo a ti. Pero quiero ser tu cuna y abrazarte y respirarte: perfecto como la brisa, como la brisa en las olas. Así dormido, así quiero mantenerme contemplando este prodigio ahora mío, que tan solo veo yo, y guardarte y protegerte. ¿Cuándo llegará José? Seguro que ya muy pronto con los maderos cortados. ¿Verá bien para volver? Se nos olvidó el aceite, aunque no hace frio aún y hay claridad aquí adentro, derroche de paz y luz.
Cuando escuché aquella voz, clara como el mediodía, pensé que todos la oían y miré a mi alrededor por ver de dónde venía. Clara como el mediodía, calma turbadora y sosegado temblor producía su sonido que escuchaba solo yo. Nazaret no lo veía y era tal el resplandor que solo un ángel podía, prodigioso bienhechor, cantar la buena noticia y acallar el derredor. «Tranquila, niña María, que no te inquiete mi tono, que no te infunda temor: cubierta eres de la gracia que te ha guardado el Señor y verás en nueve meses gestarse en ti, sin que pese, el peso de la alegría. Y en tu vientre, cual sagrario, tejerá púrpura carne, la carne del Salvador». «Pero si eso es imposible, si no conozco varón, si José es mi prometido, si con él no hay, ni ha habido, ni habrá íntimo favor». Bajó del cielo una sombra, que el mediodía eclipsó: trinos, canto, algarabía, todo sonido cesó y mi pecho, casi en llamas, abrasado el corazón, hizo brotar de mi boca sierva, humillada y devota la aquiescencia a tu presencia, arrebatada de amor.
Contemplarte sea mi fin. Ligereza de tus rasgos dibujados con la pluma seráfica y con añil, trazos cual salmos gloriosos, elevados, deleitosos en sempiterna alabanza. Bendita sea tu semblanza: dulzura de luz, sosiego que irradia tu santa faz, suavidad de albaricoque, levedad de terciopelo, seda de melocotón. Y tus párpados de pétalo, que cubren tus dos luceros, cuánta hermosura han de ver: ríos y montes, caminos, pozos, olivos y barcas y la arena del desierto y la piedra en las ciudades, la alegría de las plazas, las guirnaldas de las bodas, nube, trueno y tempestades. No puedo dejar de verte y beberte con mis ojos. Y la guinda de tu boca, sutil promesa escarlata, cascabeleo de plata que me aplaca y que me aloca, fuente del Verbo divino, manantial de la palabra que, eterna, no pasará. Y aunque ahora es un gorjeo, incipientes balbuceos de tu labio carmesí, lo que digas quedará grabado aquí en mi memoria. No quiero dejar de oírte, de escucharte y de sentir armoniosa tu verdad.
Y fue durante la espera cuando visité a Isabel, agraciada en Israel acercándose a su otoño y en su entraña, el leal retoño saltó como cascabel. —Anunciado por Gabriel al anciano Zacarías, prometió que cumpliría el deseo en descendencia y actuando con prudencia, consumó la profecía enmudeciéndolo a él—. «Bendita seas María y el fruto que hay en tu vientre, no merezco tanta suerte, doblemente afortunada por tener en mi morada a mi prima y su progenie, al Señor de las naciones, Madre bienaventurada». Y tres meses acogiome para que yo, mientras tanto, alabara bendiciendo las proezas de tu brazo y tu santísimo nombre, ánimo regocijado. Colmadas contigo están todas las generaciones y generoso prodigas el socorro a tu rebaño y el auxilio a cada hombre, humilde pero exaltado. Y dadivoso dispensas misericordia a quien teme, promesas a nuestros padres y a los hambrientos tus bienes.
¿Estará cerca José? Supongo que no muy lejos. Traerá piña, tocón viejo y arderá pronto el hogar. Pero no tenemos frío ni hace falta ya más luz, aquí contigo al cobijo. Me embriaga tu tierna esencia, oleos de rico azahar, el almizcle alambicado del hibisco deshojado, ternura del alhelí, vapores de incienso fino, nardo fragante, fiel cedro, limoncillo y rododendros, lilas y pitiminí, nuez moscada y peonías, canela, jengibre y miel. Mantecada, dulce leche quiero darte de beber y poder mejor olerte: perfúmame derramando el bálsamo de tu piel.
Oigo a lo lejos corderos, tintineo de la esquila, campanilleo y balidos, recogiendo a los rebaños los pastores van urgidos. Seguro que alguno viene creyendo que tienes frío, pero no hay nieve ni escarcha que se atreva con mi niño: fuego vivo que me quema, que me incendia que me llena, sutilísimo candor. Y en el cielo, aquella estrella, candela que centellea iluminando Belén, ¿no te parece que rompe la oscuridad del oriente y desparrama insistente su brillante resplandor? Lo hace porque no pierda el buen camino José y para todo el que quiera venir a verte también ¿Escuchas cantar el coro, arpas, liras celestiales? De sones angelicales se preparó una gran fiesta, y tú, envuelto en pañales duermes, emperador de los astros, luz de luz, rey de los reyes, divino, pero criatura, acostado en un pesebre.
No te despiertes mi bien, que no está la noche oscura y pronto viene José con los troncos y las ramas para calentar tus manos, para calentar tus pies. Tenues plantas, palmas puras, la maestría plasmada en filigrana carnal… y este milagro de verte, de escucharte, de aspirarte, de alimentarte y tenerte, de evitarte todo mal. Ser tu madre, ser tu sierva, cuidar de tu carne tierna, lavar tus brazos, tus piernas, verte crecer con la edad y admirarte y adorarte y acompañarte y quererte y, hasta que llegue la muerte, a nadie venerar más.
Ven que te estreche en mis brazos y te cobije en mi pecho sintiendo tu liviandad, pues preveo que en pedazos este corazón maltrecho sostendrá pronto tu peso en abrazo de piedad. Y permite que mil besos enamorados te cubran y que este santo embeleso, tenues plantas, palmas puras, aún sin llagas ni mancilla, me haga caer de rodillas a postrarme ante tus pies. En mí grandes maravillas hiciste con tu poder, y reclinada en hinojos, sin separar más mis ojos contigo me quedaré. No puedo dejar de verte, de mirarte, atravesada por puñales, que cumplidos, me privarán de tu rostro, me arrebatarán tu Ser. Mas no es de noche, mi niño, pues desde que estás conmigo, lo oscuro se hace alborada y reconforta tu abrigo. ¿Qué es esa dulce tonada? ¿Los querubines benditos, los pastores, las campanas? Es un tono muy querido, es la voz del buen José que va entonando una nana.