Genealogía del mal o cuanto peor, mejor

Ada Colau, Greta Thunberg y demás taradas pertenecen a una estirpe que busca en la desgracia de otros su propia proyección internacional

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Desde el año 33 después de Cristo, una práctica se ha ido consolidando en las sociedades de todo tiempo y lugar. Desde entonces, tan consustancial a la naturaleza humana son la donación gratuita y el servicio desinteresado como el gozo por la miseria ajena y la celebración del mal impropio. No son pocos los que frente al pretorio gritaron «¡Barrabás! ¡Barrabás!», no tanto queriendo liberar a aquel maleante como buscando la condena a muerte de Jesús. Sabían lo que hacían.

Aunque a todos nos merodea la tentación —reírse cuando otro tropieza por la calle, por ejemplo, o celebrar un gol al equipo rival—, este recorrido por la desgracia ajena se ha ido concretando con mayor intensidad en personajes siniestros, ideologías mortíferas, religiones radicales, gobiernos insostenibles y así con todo. No estamos todos al mismo nivel. Los comunistas no querían ser tan ricos como los capitalistas, sino sencillamente que ellos fuesen tan pobres como los proletarios; Hitler nunca buscó con medidas concretas la exaltación del alemán, sino que su maquinaria de muerte persiguió con saña a judíos, cristianos, homosexuales, gitanos y tantos otros; el fundamentalismo islámico desde luego no pretende la adoración de Alá, sino la aniquilación de la libertad occidental. Cuanto peor, mejor.

Tampoco hace falta ponerse demasiado imaginativo para entrever en nuestros días, como antorchas ardientes, el fuego que no busca iluminar sino quemarlo todo. Reconozco que a mí me pasa con determinados asuntos: desde luego que prefiero la desgracia de la izquierda sobre el triunfo de esta derecha nuestra; en el fondo me regocija ver el fracaso de los antitaurinos, siempre numéricamente inferiores frente a una plaza de toros abarrotada; ¡y ay cuando pierde el Athletic!; y cuántas veces me recreo en los errores de aquellos que no soporto. Es consustancial a la naturaleza humana, decía. ¿O acaso alguno cree que no corearía «¡Barrabás! ¡Barrabás!»?

Hace tiempo, cuando el narcotráfico acabó con la vida de dos guardias civiles en Barbate, pensaba en voz alta: «Estos días me ha recorrido la sensación de que alguno de vosotros se alegra de la muerte de dos guardias civiles porque eso traerá cosas buenas. Por fin Marlaska dimitirá, claro. ¡Por fin algo de violencia y guerra! ¡Como va a llegar el bien deseado si antes no ha llegado el mal que buscáis! Veo con pena algunos corazones deseosos del caos y ojalá que España se vaya al garete con tal de que gobiernen los míos. Ojalá Cataluña sea independiente para que los catalanes se mueran de sed y ojalá Israel mate al último hombre de Gaza con tal de exterminar el islam. Un islam que hace la primera comunión entre escombros». El tiempo ahora me da la triste razón.

La última celebración del dolor extranjero la estamos viendo en Gaza. Algunos celebraron aquel patético episodio del 7 de octubre porque entonces, sólo así, por fin encontraba Israel un pretexto adecuadísimo para sus sanguinarias inclinaciones. Hooligans de la barbarie, claro, como los que estos días viajan sobre unos barcos de juguete en dirección a la Franja. Allí hace falta paz y no batucadas. Y aunque a todos nos persigue esta inclinación, hay una genealogía del cuanto peor, mejor que siempre rodea a tipos sospechosos como Ada Colau, Greta Thunberg y demás taradas, que buscan en la desgracia de otro país su propia proyección internacional. Más ridícula que su pretensión ha sido la ejecución de su flotilla internacional, que apenas unas horas después de zarpar desde el puerto de Barcelona tuvo que dar media vuelta porque «había muchas olas».

Pero no todos somos iguales. Esta inclinación humana, insisto, se ha hecho más evidente a lo largo de los siglos en cierto espectro de la sociedad, y todavía hoy coletea entre los herederos de la miseria. Con Colau y Thunberg comparto mi indignación por las condiciones inhumanas de muchos niños palestinos, pero su cuanto peor, mejor me resulta vomitivo: aprovechar la fatalidad del otro para ganar un protagonismo que ni las elecciones ni el sentido común les han otorgado parece cuanto menos canalla. Así podríamos seguir con tantos otros que se lucran del sufrimiento ajeno en las urnas, en los balances anuales y en el BOE.

Si existe una aristocracia del bien, con jinetes de luz, espadas en alto y espíritu entusiasta, existe por consiguiente una morralla del mal, una multitud de gentuza de escaso valer, que celebra como propias las derrotas ajenas. Si la nobleza baila entre la resignación y la rebeldía, esta calaña que ahora agita banderas palestinas desde una chalupa ha decidido recoger el estandarte de la celebración: ante el mal de los demás no sólo calla, no sólo no reacciona, sino que vitorea. Es consustancial a la naturaleza humana, cierto, pero no por ello debemos dejar de señalarlo. Dos mil años después sabemos que fue un error liberar a Barrabás.

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