Hay veranos que se deshacen en las manos como helados. Días en los que no pasa nada, ni falta que hace, salvo que alguien —muy educadamente— decida matar a otro en una biblioteca con un candelabro. Es entonces cuando agradecemos que existan las novelas policiacas, porque el crimen, cuando está bien escrito, no molesta. A veces incluso acompaña. Es tiempo de novelas policiacas, porque no hay crimen más amable que el que cabe en 200 páginas y se resuelve antes de que se derrita el helado.
Julio y agosto son meses de crímenes manejables, de asesinatos que ocurren en pueblos tranquilos, trenes ingleses o villas con nombre de alga. Nada de psicópatas con traumas freudianos ni mafias ucranianas creadas por un bajo presupuesto de Netflix. No. En verano, el crimen es cosa de rutina: alguien muere, alguien investiga, alguien se equivoca, y el detective —con o sin bigote— hace lo suyo. Y agosto, que ahora comienza, es, además, el mes ideal para matar con estilo, para un homicidio casi ceremonial, cometido por alguien que haya leído a Dickens y dé siempre las gracias al camarero.
Sherlock Holmes, por ejemplo, no suda. Y ya sólo con esa cualidad sabemos que es perfecto para el estío. Ni se despeina, ni se altera. Se limita a mirar, deducir y poner a cada uno en su sitio. Es el amigo ideal en agosto: brillante, algo cargante, sí, pero muy eficaz. Poirot, en cambio, es otro estilo. Todo forma, protocolo y bigote. Lo suyo es resolver crímenes como quien pone la mesa para una cena de gala. Nunca corre, jamás se agita. Porque, como todo caballero belga, sabe que la verdad acaba llegando si uno la espera con un buen té.
Maigret fuma en cada párrafo y uno casi puede ver cómo se le pega la camisa en el cogote, huele a realidad. Sus crímenes son menos pulcros, más de barrio, como de portera que lo ha visto todo. Pero también él es un detective de verano, porque no se apura. Deja que las cosas se vayan deshaciendo, como quien remueve un guiso sin mirar el reloj. Es un hombre que entiende que el crimen, como la vida, necesita su tiempo.
Y luego está Montalbano que, entre pasta y crímenes, es lo más cercano a unas vacaciones en Sicilia sin salir del sofá. Si Holmes es cerebro y Poirot protocolo, Montalbano es la pura intuición mediterránea. Y así, resuelve. No se le escapa nada, ni siquiera el cansancio de existir, pues hay mucho de existencial en esto de los crímenes si se sabe leer entre líneas. He de decir que con Salvio Montalbano siempre me ocurre que no sé si quiero que me salve de un horrible suceso o me invite a comer. O ambas.
No quisiera yo que se me olvidase el padre Brown, aquel cura inglés que ve más allá del pecado, y que es esa clase de persona con la que uno se siente seguro incluso si viaja en un tren nocturno. Brown resuelve asesinatos con más fe que método y nos enseña que el castigo humano siempre estará por debajo del divino.
Este año he descubierto que Pessoa también le dio al género y escribió a Quaresma como quien deja una sombra en la acera. Un médico de los enigmas, con bata blanca y mirada torva, para quienes el verano no es descanso sino la oportunidad de pensar con lentitud, como si el tiempo no se acabara nunca. Puso a Quaresma en el mapa de los detectives para demostrarnos que también se puede investigar desde el abismo. Sus crímenes no siempre se entienden, pero como todo lo suyo, dejan poso. Y eso basta.
Estas novelas funcionan, decía, muy bien en agosto porque sus crímenes no tienen prisa. Porque todo en ellas es cotidiano: el té de las cinco, la taberna de siempre, el comisario que bosteza. Y es ahí donde el mal sorprende, en el umbral de lo cotidiano, como siempre ocurre. Y es precisamente ahora, después de darnos un baño o con la brisa de un bonito atardecer, cuando tenemos que darnos cuenta de que, a pesar de que la maldad en el mundo parece hacer mucho ruido, nosotros podemos combatirla en el silencio y la tranquilidad de uno de estos misterios leídos.
Y es que, en el fondo, hay algo profundamente veraniego, alegre, feliz, en saber que la justicia que llega, que la verdad se impone, que el asesino termina desenmascarado antes de cenar. Como si la vida, por un rato, volviese a tener sentido. No nos gusta que haya un cadáver, nos gusta que aún haya alguien que se pare a observar, comprender y ordenar el mundo que se ha torcido, poniéndolo todo, de nuevo, en su sitio.
Y además, qué demonios, son libros que caben, perfectamente, en la maleta y en la bolsa para la playa.