Canto al amor conyugal

El matrimonio no es un ideal que se sueña y se persigue, sino una realidad que se construye entre ambos todos los días

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No es que sea yo especialmente cinéfilo, pero me atrevería a decir que la edad dorada de las comedias románticas comprende desde finales de los años 90 hasta bien entrado el presente siglo. Estéticamente son largometrajes muy bonitos, donde se aprecia que todos los detalles están cuidados y el guion está concienzudamente escrito. Ciertamente, las historias de amor que narran son muy atractivas porque saben explotar magistralmente las emociones del espectador: conducen el drama meticulosamente a través del tiempo para terminar con el final feliz que todos queremos e intuimos desde el inicio de la película. Quizá su genialidad radica en presentar una historia completamente planeada como algo casual y natural. Aquellos que hemos crecido con estas bonitas historias corremos el riesgo de querer trasladar lo ficticio a nuestro mundo. De hecho, si uno bucea en Instagram a través de las tan populares cuentas sobre películas, se percatará de que la mayoría de las escenas que publican, y que más éxito tienen, son aquellas de célebres películas románticas que todos conocemos.

Las comparaciones son odiosas, dicen; e inevitables, añado. Somos tentados por este contenido a comparar nuestra vida real con lo que vemos de manera figurada. Entonces, podemos caer en la trampa de buscar lo figurado en lo real o, tal vez, de esperar que lo ideal nos sorprenderá cuando menos lo esperemos. De ser así, nos alejaríamos terriblemente del presente por estar anhelando un futuro que, ay, no llamará a nuestra puerta. Por desear vivir de una determinada forma, perdemos la oportunidad que se nos presenta delante de nosotros.

Si mi padre hubiera sido engañado con esta perla, jamás habría bailado aquella sevillana y no se hubieran conocido. Si no lo hubiese mirado a los ojos durante los cuatro palos que tiene cada sevillana, nunca se habría dado cuenta del color intenso que tienen sus ojos y no se hubieran enamorado. Por su parte, si mi madre no se hubiese lanzado a aceptar aquella invitación (imagino que cortés y, a la vez, tímida de él) no se habría dado cuenta de la torpeza, probable, de mi padre al bailar y que, lejos de asustar o de causar risas, llena el corazón de ternura porque la torpeza, si va acompañada de una honesta humildad, es signo inequívoco de una bondad infinita. Si el amor no te vuelve valiente, es que no estás queriendo bien. Sin aquel enamoramiento inocente y sincero de mi padre, él no habría sido capaz de agacharse a limpiarle con su pañuelo el barro de los tacones de mi madre tras un cotillón de Nochevieja. Y, si madre no hubiera estado atenta (¿puede una madre no estar atenta en algún momento, aunque todavía lo sea en potencia?), jamás hubiera comprendido lo que significaba aquel gesto con el que se intuía ya una entrega completa y gratuita (¿puede un padre no desgastarse, aunque aún lo sea en potencia?) porque mis padres supieron desde el principio que el amor gustoso es un imposible sin la renuncia.

Qué fácil es cantar al amor de juventud, recrearnos con las mariposas del principio y desear quedarnos en aquellos momentos para siempre. Sin embargo, cuánto nos cuesta apreciar la perseverancia de los años, saber apreciar que es más difícil perdonar hasta setenta veces siete que perdonar la primera vez y que los sentimientos explosivos del principio dejan paso a un amor calmado y suave que nos vivifica por dentro, y que, paradójicamente, nos llama a vivirlo intensamente. El matrimonio no es un ideal que se sueña y se persigue, sino una realidad que se construye entre ambos todos los días. Nos pasamos los días suspirando por un amor de película, cuando el ejemplo, quizá, lo tenemos en la habitación de al lado. Estamos deseando vivir grandes aventuras, disfrutar de un amor de ensueño cuando, realmente, estamos llamados a vivir un amor de verdad. Un amor que no se apaga en las discusiones, sino que crece ante ellas; que, lejos de consumirse en la rutina y en lo ordinario, vivifica nuestros días; y que, por encima de todo, nos enseña mediante el ejemplo que la felicidad está ligada irremediablemente, oh, al perdón. Al igual que el honor, el amor no es rentable y, por ello, jamás un director les propondrá dirigir una película acerca de su matrimonio. En cambio, el amor es fecundo como confirman sus hijos y los enésimos detalles de cariño que nos han regalado durante veinticinco años.

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