Así vuela el chamán

Mucho antes de los patriarcas y los profetas, antes de que viviésemos en ciudades, esto es lo que sonaba en las estepas

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Cuando la noche era la oscuridad, mucho antes de los patriarcas y los profetas, antes de que viviésemos en ciudades, esto es lo que sonaba en las estepas. Redobla el Dabyl, el tambor con el que la horda transmitía las órdenes de ataque, mientras los instrumentos de cuerda (la dombra, el sherter) elevan una melodía trepidante. Pero la voz cantante la tiene el poderoso Kobyz, el arco de dos cuerdas con una caja de resonancia en forma de cuenco abierto y cuerdas de crin de caballo. Es el Kobyz el que acompaña al chamán cuando invoca a la lluvia, convoca a los muertos o intenta presagiar el futuro. El Kobyz suena cuando el hombre-médico, uno de los nombres que recoge Eliade en El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis (FCE, 1976) viaja a los dominios del dios celeste.

Cuando el Kobyz ha llegado a la nota más alta, a la región más elevada del cielo, allí donde las nubes guardan el agua que trae la vida, hace crecer la hierba y alimenta los ríos caudalosos (el Irtysh, el Syr Darya, el Ural, el Ishim y el Tobol) justo cuando parece que el oído humano dejará de percibir ya el sonido, empieza el sonido hipnótico del canto gutural kazajo. Empleado por los guerreros para infundir el miedo en sus enemigos, el chamán canta de este modo llamando a los espíritus del caballo y del águila.

Estoy celebrando el Día de Astaná y el 180 aniversario de Abay Kunanbayuli (1845-1904), el gran poeta nacional de Kazajstán, que estudió con Lermóntov y Pushkin y cuyo legado, como escribió Kassym-Zhomart Tokáyev, presidente de la República de Kazajstán, «es propiedad de la humanidad». Existe una edición en español de sus poemas publicada por Visor con el título Versos. Poemas. El libro de las palabras (2020).

Gracias a la Embajada de Kazajstán en España, nos han visitado grupos musicales como Tuman, Farab y el prodigioso dúo Arkaiym. Los bailes, los trajes, el ritmo frenético de la percusión —ya saben que los tambres son los instrumentos que más se parecen al corazón humano— se alternan con las voces de la música popular y hasta el bel canto. Todo nos prepara para el silencio roto por el Kobyz, que evoca sonidos que merecen no ser de este mundo, y esas voces guturales de cuando los nómadas cruzaban las estepas del Asia Central.

La sonoridad del kazajo me recuerda algunas palabras del turco. Comparten un mismo tronco, pero son diferentes. Hablándolas, se puede ir desde los Balcanes hasta las fronteras de China. Mientras Arkaiym nos lleva de viaje a los cielos estrellados y las praderas donde galopan los caballos, yo me imagino cómo debía de ser la corte de la Horda de Oro, en Sarái Batú, cuando la visitó Alexander Nevski en 1252 y Batu Kan lo nombró Gran Príncipe. El cuadro de Semiradski (1843-1902) que recrea la escena muestra en primer plano un chamán haciendo sonar junto al fuego el tambor llamado tüngür. Tal vez cantó ese día como cantan, en esta noche madrileña, los dos miembros de Arkaiym.

Mientras los escucho, recuerdo el momento de Corto Maltés en Siberia (1974) cuando el marino veneciano, hijo de un marinero de Cornualles y de una gitana de Sevilla, conoce al terrorífico Roman Ungern von Sternberg (1886-1921), que soñó con reconstruir un imperio en Asia Central con un ejército de rusos, mongoles, buriatos, calmucos, bashkires, kirguises y, por supuesto, kazajos. Llamó a su horda la División de Caballería Asiática y algunos de sus hombres creían que era el emisario de un Mahakala, un demonio protector del budismo tántrico. Estas voces llaman al galope, al salto, al vuelo.

El concierto va terminando con un lento aterrizaje. De las estepas, las praderas y las cabalgadas vamos regresando a las voces conocidas. Los tambores dejan paso a los latidos familiares. Guarda silencio el Kobyz hasta que lo necesitemos de nuevo para escrutar el futuro o derramar la lluvia. Al éxtasis le sucede la calma. A los saltos, el descanso. Al galope, el reposo.

Siento un agradecimiento profundo y un enorme deseo de correr de nuevo con el tambor, de viajar agarrado a las cuerdas de crin de caballo y de volar con las voces guturales de los chamanes en la noche.

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