En una noche parisina de 1939, la sala se llenó de un público elegante. Máxima expectación. Entonces los focos se encendieron y, sobre un escenario demasiado pequeño para su energía, apareció una mujer menuda con unos ojos que parecían contener el mar entero. Tocó el primer taconeo y el suelo pareció temblar. Tacatá. Como si los tablones quisieran seguirla en su danza.
Las crónicas de aquellos días recogen que Toscanini, el maestro austro-italiano que rara vez mostraba entusiasmo desbordado, se levantó de su asiento jubiloso. «Jamás había visto en mi vida una bailarina con tanto fuego, ritmo y tan terrible y maravillosa personalidad», gritó entonces el famoso director de orquesta. La protagonista era Carmen Amaya, una gitana del Somorrostro que había aprendido a hacer del flamenco un terremoto emocional.
Nacida en 1913 en el barrio marginal de Somorrostro, Barcelona, Carmen fue hija de un guitarrista conocido como «El Chino» y de una madre que dedicó su vida a cuidar de la familia. Desde muy niña, Amaya bailaba sobre tablas improvisadas, subiendo y bajando al ritmo de la guitarra de su padre. En aquella barriada no había conservatorio ni técnica formal; apenas bastaron su intuición, un ritmo innato y ese temperamento que desbordaba todo lo aprendido. Aunque su infancia estuvo marcada por la pobreza, también lo estuvo por la intensidad de la vida bohemia: fiestas, música, taconeo y esa manera de convertir cualquier momento en espectáculo.
La de Carmen Amaya fue una vida consagrada al arte. A los 12 años ya era conocida en escenarios locales; a los 15, cruzó el Atlántico rumbo a América. En la lista, Buenos Aires, Nueva York, Hollywood y tantos sitios más: el talento de aquella adolescente alocada no parecía conocer fronteras. Actuó ante presidentes y estrellas de cine, y aunque algunas crónicas resaltaban su fama escandalosa, la verdadera revolución estaba en su danza: Amaya rompió moldes, desafió normas y redefinió lo que significaba ser bailaora. Fue su paso por París el que consolidó su leyenda; allí, su energía cruda y elegante hizo temblar los escenarios, no solo con el taconeo, sino con el gesto. El tacatá en sus tacones y una mueca de desvergüenza en la cara.
Resulta evidente reconocer que Carmen Amaya no bailaba el flamenco que todavía se enseña en academias. Su arte fue instintivo y visceral, una suerte de diálogo entre cuerpo y música: bailó con pantalones cuando la tradición exigía falda, mezcló con desparpajo movimientos de hombres y mujeres, y creó un ritmo propio. Pocos trabajos parecen más estimulantes que seguir aquellos años el taconeo de Amaya con una guitarra. La suya fue una interpretación total: su cuerpo era instrumento, voz y hasta declaración. Cada zapateado no era solo un golpe en la madera sino, sobre todo, un manifiesto de identidad gitana. Digamos que sobre los escenarios hizo lo que le dio la gana.
También fue así en su vida privada. Más allá de la pasión escénica, Carmen quiso ser mujer discreta, casi enigmática. Tras bambalinas, siempre pareció reservada y humilde, consciente de que la verdadera magia estaba en el escenario, no en los focos ni en los aplausos. Se rodeó toda su vida de músicos y bailarines de confianza, cultivando un respeto silencioso que contradecía la imagen de «fiera indomable» que a menudo quiso proyectar la prensa. Esa mezcla de intensidad y discreción la convirtió en un icono que trascendió generaciones: no solo por su técnica, sino por su capacidad de hacer del flamenco una experiencia total.
El director de orquesta Leopold Stokowski, fascinado por su energía salvaje, llegó a decir de ella: «Tiene el diablo en el cuerpo». Charlie Chaplin, que la conoció en Hollywood durante una de sus giras triunfales por Estados Unidos, la describió con asombro: «Es un volcán alumbrado por soberbios resplandores de música española». Y Greta Garbo, a quien Amaya impresionó profundamente en los años cuarenta, resumió su sentir con una frase certera: «Es una artista, y si parece poco, una artista única, porque es inimitable». Ninguno de los elogios le bastaron, sin embargo, para enderezar sus últimos años. No en vano, décadas más tarde el periodista César de la Lama recordaría en las páginas del ABC: «Carmen murió arruinada, sin cinco céntimos, con deudas, pero con un corazón tan grande como ese monte».
Protagonista de un arte con nombre de mujer, Carmen Amaya encarnó la idea de que la danza no es solo destreza, sino verdad interior. Sus pasos —tacatá— resonaron a alegría y dolor, pobreza y talento, humildad y grandeza. Fue sobre el escenario todo lo que quiso, y por eso supo cambiar para siempre la manera de bailar flamenco, abriendo caminos para las mujeres en la danza. Más que una bailaora, Amaya fue un fenómeno cultural que convirtió el compás gitano de su Somorrostro natal en lenguaje universal.