Aunque nadie lo recuerde ya, pues a todos los efectos la DANA de Valencia se convirtió en la absoluta protagonista de la actualidad, a finales de octubre el caso de Íñigo Errejón sacudía con toda su virulencia el mundo de la política en general y el de la izquierda española en particular.
Menos tiempo hace desde que la defensa de Errejón presentase un recurso ante la Audiencia Provincial de Madrid contra la suspensión del proceso acordada por el juez. En dicho recurso, la defensa del ex portavoz de Sumar acusaba a Elisa Mouliaá de «mala fe» y de haber presentado una «denuncia falsa».
Sí, el mismo Errejón que en 2020 aseguraba que las denuncias falsas no existían. Que eran un invento de la extrema derecha para derruir los cimientos del movimiento feminista.
Poco tardó la podemita Isa Serra en salir al paso para acusar a Errejón de utilizar los argumentos de la extrema derecha —ese lado oscuro del que cada día formamos parte más individuos—.
Independientemente de lo que piense la indigente mental de Isa Serra, lo cierto es que a Errejón únicamente le queda uno de los últimos reductos civilizatorios que existen actualmente en España: la justicia. La misma que él y sus correligionarios llevan años atacando, difamando y desprestigiando. Aquel principio que hace a los ciudadanos libres e iguales. Lo que nos separa de la tiranía. La base de un Estado de derecho, en definitiva.
El problema verdadero es que Errejón es uno más del reguero de víctimas que ha dejado el feminismo inquisidor. Esa corriente política que ha instaurado que las mujeres son víctimas a las que hay que creer siempre, mientras que los varones son violadores en potencia que automáticamente son considerados culpables.
Un movimiento que, envuelto en un rosario de buenas intenciones, se ha convertido en un ariete contra el Estado de derecho y ha soterrado los principios básicos del mismo.
Desde el nacimiento del movimiento Me Too, todos los varones han sido usurpados de la presunción de inocencia, de un proceso público y garantista, de utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa e incluso de no confesarse culpables.
Es decir, el proceso judicial de cualquier país civilizado ha sido sustituido por la tragedia del procedimiento inquisitorial de la delación, la condena por indicios y la ausencia de un juicio justo. Algo que debería aterrar a cualquier persona que respete las reglas básicas de un Estado de derecho. Una locura que nos ha llevado al desgobierno de las turbas, la sinrazón y el imperio de la injusticia. Ahora es la opinión pública la que dicta sentencia y no los tribunales.
Basta con un simple testimonio para destruir a un hombre. Por supuesto, no es necesaria una acusación formal. Tampoco una denuncia. Únicamente es necesario que una mujer decida levantar el dedo acusador. Un gesto suficiente para destruir una vida. Marcar a alguien para siempre. Una mancha de aceite que no desaparece ni con el mejor quita grasas. El mítico «difama, que algo queda». Siempre habrá alguien dispuesto a recordarle al protagonista en cuestión lo que un día se dijo de él.
Tristemente conocida fue la cacería que tuvo lugar hace unos años contra el músico Placido Domingo, cuando varias mujeres denunciaron ante el medio Associated Press haber sufrido acoso sexual por parte de Domingo. No está de más recordar que, hoy por hoy, dichos testimonios no se han materializado en ninguna investigación o actuación judicial.
También podríamos recordar el caso de Woody Allen, que no fue condenado por ningún tribunal, sino por su Hollywood. El mismo Hollywood al que él le había dado todo durante tantos años.
Evidentemente el hecho de no haber una denuncia formal ni un proceso judicial no fue obstáculo para intentar destruir la carrera de los dos ilustres personajes. No fueron poco los conciertos que vio cancelado el tenor, concretamente los que tenía programados en Filadelfia, San Francisco y muchos otros en España.
Al igual que tampoco fueron pocas los compañeros de profesión que dieron la espalda a Woody Allen. Lejos quedaban los aplausos por éxitos como Medianoche en París o Annie Hall. Ya había sido cancelado de por vida.
Es cruel y canallesco ver cómo se pueden destruir las carreras de unas personas por unos simples testimonios. Dos maestros, uno de la música lírica y otro del cine, que vieron sus brillantes carreras arrastradas por el barro.
Es cierto que Errejón no tiene en su haber mérito alguno, ni talento del que presumir. Pero le asiste un derecho fundamental: el de presunción de inocencia.
Poco tiene aquí que ver que su enorme hipocresía haya quedado al descubierto. O el cierto regocijo que nos puede generar ver al ex diputado devorado por el monstruo que él ha alimentado con tanto mimo.
Y no, no podemos ser como ellos, por mucho que haya en la derecha quien crea que debemos actuar de la misma forma. Personalmente, me niego a descender a ese pozo de miseria moral para combatirles con sus mismas armas.
Y, por supuesto, debemos tener en cuenta que la siguiente víctima puede ser nuestro padre, un hijo o un primo. O nosotros mismos. Ningún varón está libre de ser víctima de la turba morada.
Por ello, tenemos que volver a reivindicar el Estado de Derecho, en el sentido más amplio de la expresión. Y negarnos a la condena de vivir en la selva de manera perenne.
De momento, la triste realidad es que Errejón ya ha sido condenado a la muerte civil y al ostracismo más absoluto. Por el feminismo inquisidor que él mismo impulsó y que ha colonizado buena parte de las capas sociales.
Ya veremos el recorrido judicial de la denuncia interpuesta por Mouilá. Mientras tanto, el ex líder de Más Madrid debería reflexionar sobre la necesidad de volver a la civilización. Si lo considera oportuno, será bienvenido.