¿Qué mendigo va a llorar por mí?

Qué imagen tan pura: las lágrimas de un mendigo como termómetro de virtud. Ningún mérito, ninguna riqueza, ningún currículum cargado de cargos o aplausos

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El pasado miércoles se nos murió monseñor José Antonio Álvarez, obispo auxiliar de Madrid. Apenas cincuenta años tenía. El prelado madrileño sufrió un infarto mientras dormía en el Palacio Arzobispal. Don José, cardenal arzobispo de Madrid, y don Vicente, también obispo auxiliar, acudieron de inmediato a su llamada, aún en pijama. Ambos asistieron a don José Antonio durante sus últimos instantes de vida. Cuántas veces nos decían que aquello es una familia.

En efecto, en el Palacio Arzobispal —y en toda la archidiócesis— llevan una semana de luto. Este hombre bueno no debía haber muerto, claro. Su juventud, sobre todo, pero también su celo apostólico y su entrega incondicional a la Iglesia le auguraban un futuro largo y fecundo. Don José Antonio aceptó la ordenación episcopal por obediencia, sin apetito de dignidades ni ambición de medrar. Los que lo conocieron de cerca saben que, antes que obispo, quiso ser siempre sacerdote.

Desde aquel fatídico miércoles, un chascarrillo ha corrido por los pasillos diocesanos, contado por el propio cardenal Cobo. Cuando el féretro de don José Antonio salía por la madrileña calle de San Justo, durante la mañana del miércoles, un llanto desconsolado se alzó sobre el rumor del tráfico del centro de Madrid. El mendigo que suele sentarse junto a la puerta del Palacio Arzobispal lloraba desconsoladamente ante la muerte «de un amigo».

El llanto de aquel pobre nos da la medida del amor, que es amar sin medida. Qué imagen tan pura: las lágrimas de un mendigo como termómetro de virtud. Ningún mérito, ninguna riqueza, ningún currículum cargado de cargos o aplausos. Nada de eso. La vida de don José Antonio se mide en la pena de un pordiosero a quien este pastor bueno y fiel llamaba por su nombre. El cardenal da testimonio de ello.

«¿Qué pobre llorará por mí?», me he preguntado estos días. ¿Acaso derramará algún indigente una lágrima el día de mi funeral? ¿Habré llamado alguna vez a un mendigo por su nombre? ¿Pongo rostro a los necesitados que se cruzan en mi vida? La respuesta no me deja en muy buen lugar. Pero me consuela pensar que no soy obispo, y que el Señor sabrá contar con mi evidente limitación. Aunque, pensándolo bien, ¿es acaso eso una excusa para no darme a los demás?

No es una casualidad. Este jueves el papa León XIV publicará su primera exhortación apostólica. El Papa Francisco, poco antes de morir, nos regaló Dilexit nos, un texto precioso sobre el Sagrado Corazón de Jesús. Si aquel era el testamento espiritual de un jesuita al frente del papado, esta semana el pontífice agustino retoma el relevo con Dilexit te, una exhortación sobre los pobres que viven a nuestro alrededor. Leeremos de todo pero sepan que yo, por de pronto, estoy a favor.

Aquel mendigo de la calle San Justo y las primera declaración del nuevo Pontífice me remueven por dentro. Para amar hay que conocer, y para conocer, hay que llamar por su nombre: hablar con nuestros pobres parece requisito indispensable para volcar nuestro corazón en ellos. Quizá don José Antonio entendió esto mejor que nadie. Y quizá León XIV no haga más que recordárnoslo. Si seguimos pasando de largo con indiferencia, apartando la mirada y convencidos de que —de momento— ningún mendigo llorará en nuestro funeral, no parece tan descabellado pensar que el verdadero pobre en esta historia sea yo.

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