Parece que cuanto más se vive, menos adjetivos se necesitan. El tiempo quintaesencia las cosas, a poco que uno reflexione. Lo pienso mientras leo: si los nombres están bien puestos, si la palabra es precisa, un adjetivo tendrá que estar muy justificado para quedarse a vivir en la frase, y, si no lo está, será que sobra. Decía Azorín que la prosa hay que cepillarla. Y, claro, si el cepillo no lo pasa el escritor, acabará por pasarlo el lector —aunque no siempre, ay, con buenos resultados—.
Lo que se intuye al leer, se padece en carne propia cuando uno intenta escribir —porque escribir no pasa de ser un intento, un tanteo, apenas un balbuceo—. Me recuerdo adolescente a la caza de ristras de adjetivos. Tenían que ser sonoros. Y muchos. Que manaran a borbotones, sanguinolentos —pero rápidos—. Pensaba que así todo sabría más; que, sin calificar cada cosa por sus cuatro costados, la expresión quedaría incompleta. La juventud teme el vacío y se espanta ante el silencio; aunque no sienta furia, busca en el ruido la compañía. Y de ahí la multitud de palabras.
Luego esa intensidad se remansa. El corazón bulle, pero no siempre se desparrama. Es un proceso de depuración natural y que tiene sus ventajas. Uno se desprende —¡ojalá!— de lo superfluo, y trata de fijar la mirada en lo sustantivo. La grandeza de lo grande se comienza a intuir con una sencillez y una nitidez nuevas. Así como, desnudo y sin adornos, lo bello reverbera, del mismo modo la libertad y el amor —en el fondo, nuestros dos únicos anhelos— resplandecen más sin adjetivos. Aquí me vienen a la memoria los versos de Martín Gaite: «Defiendo la alegría, / la precaria, amenazada, / difícil alegría, / al raso, limpia, en cueros, / mi ración de alegría». Cuando es cierta, la alegría comparece sin atributos. Le pasa a todo lo que merece la pena: el nombre lo dice ya todo (cuanto más si es un nombre propio).
Tengo que explicarme mejor. No propongo el exterminio de los adjetivos, sino su contención. Porque quizá estemos inflando demasiado nuestras voces —yo, el primero—, y así, a fuerza de excesos, se oscurecen algunos significados originales. Se insiste, por ejemplo, en la «educación personalizada». ¿Es que acaso puede haber una educación que no sea personal? Si hay algo así, será «doma» o «adiestramiento», pero jamás educación. Otro ejemplo: digo de alguien que es mi «amigo íntimo». Lo hago para destacar que no es sin más un conocido o un saludado. Pero, inadvertidamente, el calificativo ensombrece el nombre, que no necesitaba de iluminación alguna. ¿O es que cabe una amistad superficial o epidérmica, en la que quienes se digan amigos no compartan sus meandros interiores? Decir sólo «amistad» sería ya haberlo dicho todo.
«Lo que abunda no daña», se dice en el foro. Es una excusa no pedida. Si supiéramos llamar «pan» al pan y «vino» al vino, qué alegría sería vivir en los nombres.