Mark Krikorian: «El eje ya no es izquierda–derecha, sino patriotismo frente a pospatriotismo»

Desde hace más de tres décadas, al frente del Center for Immigration Studies en Washington, ha desafiado las narrativas oficiales que presentan la inmigración masiva como un fenómeno inevitable o incluso deseable

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En el debate sobre inmigración, pocas voces resultan tan incómodas para el consenso establecido como la del estadounidense de Mark Krikorian. Desde hace más de tres décadas, al frente del Center for Immigration Studies en Washington, ha desafiado las narrativas oficiales que presentan la inmigración masiva como un fenómeno inevitable o incluso deseable. Su enfoque, basado en datos y en la defensa de la cohesión nacional, le ha convertido en una referencia en el tema y en un observador agudo de las dinámicas que también golpean a Europa.

Krikorian sostiene que la inmigración no es un proceso neutro, sino un factor de transformación profunda que altera la estructura social, el mercado laboral y, sobre todo, la identidad cultural de los países receptores. En su análisis, abrir las fronteras sin control no es un gesto de generosidad, sino una forma de debilitar a las naciones desde dentro, sustituyendo la comunidad histórica por una suma de individuos desconectados. Sus críticas no se limitan a lo económico o lo legal, sino que apuntan al corazón mismo del proyecto nacional.

Para Europa, atrapada entre la presión migratoria en el Mediterráneo y las políticas permisivas impulsadas desde Bruselas, la experiencia estadounidense que Krikorian describe actúa como espejo y advertencia. Sus argumentos calan hondo en un continente donde la soberanía de los pueblos se ve cuestionada por decisiones que priorizan lo ideológico sobre la realidad. En esta entrevista, abordamos con él las lecciones que los Estados Unidos y Europa deben aprender si quieren evitar que la inmigración masiva se convierta en el factor decisivo de su decadencia. ¿La teoría del reemplazo que tanto se tilda de «ultraderecha» por diversos medios y partidos? No es teoría, es una realidad. Y revertirla es muy difícil.

¿Cómo describe el modelo actual de inmigración tanto en los Estados Unidos como en la Unión Europea?

Los Estados Unidos son, en parte, una nación de inmigrantes. Hemos lidiado con esa realidad desde siempre. En cambio, para la mayoría de los países europeos es un fenómeno reciente y más difícil de gestionar porque son Estados construidos sobre bases étnicas o culturales más homogéneas.

Los Estados Unidos no son sólo una nación basada en credos o ideas, pero sí tiene una frontera de pertenencia más difusa, lo que hace más fácil integrar inmigrantes. Francia, por ejemplo, en el siglo XIX recibió muchos, pero eran europeos y cristianos, lo que facilitó la asimilación. Hoy, con grandes flujos musulmanes, el reto es distinto, sobre todo teniendo en cuenta la larga historia de confrontación entre Europa y el islam.

Desde 2018 la inmigración se ha disparado tras el pacto de Marrakech. ¿Estamos viviendo las consecuencias de aquel acuerdo o es un proceso natural?

No es natural. Que la gente quiera moverse sí lo es, pero los grandes flujos migratorios casi siempre los facilitan las políticas de los gobiernos. En los Estados Unidos, por ejemplo, en los años cuarenta se impulsó un programa de trabajadores temporales mexicanos. No llegaron de las zonas cercanas a la frontera, casi despobladas, sino del centro-oeste de México, porque allí había focos de resistencia al régimen. Se fomentó que esos hombres emigraran para evitar nuevas rebeliones. Aún hoy esa región sigue siendo la más representada en la inmigración mexicana.

En Europa ocurre lo mismo: Francia tiene muchos argelinos por la colonización de Argelia; en el Reino Unido, asiáticos del sur; en Alemania, turcos… Es decir, los gobiernos crean las corrientes migratorias y los acuerdos internacionales, como el de Marrakech, se presentan como frenos a la migración irregular, pero en la práctica la incentivan.

¿Se utiliza la inmigración como arma de guerra híbrida?

Sí. La mayoría de los movimientos migratorios no son diseñados por conspiraciones globales, pero sin duda hay casos claros de instrumentalización. Yo lo llamo «armas de migración masiva».

Lo vimos con Bielorrusia y Polonia, lo vimos con Turquía durante la crisis migratoria cuando básicamente chantajeó a la UE: «Si nos pagáis, paramos». Fidel Castro lo hizo contra los Estados Unidos con el éxodo del Mariel. Así que sí: la migración es usada como arma.

Después de Trump y ahora en Europa, vemos que desde el poder político se financia a ONG que promueven la inmigración. ¿Para qué?

Las élites, tanto en los Estados Unidos como en Europa, no reconocen un límite legítimo a la inmigración. No es que quieran que se muden 7.000 millones de personas, pero mantienen que nadie tiene derecho a excluir a otro por razón de nacionalidad.

En los Estados Unidos algunos explican las políticas de Biden por el interés en importar votantes, manipular el censo o favorecer a empresas con mano de obra barata. Todo eso influye, pero lo que de verdad promueve la inmigración ilegal es una ideología globalista: no se ven a sí mismos como servidores de sus electores nacionales, sino como actores de una moral global.

¿Dónde está la línea roja?

Cuando se les pregunta qué límites concretos aplicarían y cómo los harían cumplir, nunca responden. Eso significa que, en la práctica, defienden inmigración ilimitada, aunque lo nieguen.

Una de las consecuencias es el cambio demográfico. La llamada teoría de la sustitución o gran reemplazo.

No es teoría, es un hecho. Con bajas tasas de natalidad y altas tasas de inmigración, el reemplazo poblacional es inevitable. A finales del siglo XIX y principios del XX, a los Estados Unidos llegaron millones de inmigrantes, pero nuestra natalidad era alta. Eso sumaba población sin sustituirla. Hoy la situación es distinta.

Aunque en Europa todavía un 85% o 90% de la población sea autóctona, lo relevante es quiénes están naciendo: en las grandes ciudades la mayoría de los niños son de origen inmigrante. El reemplazo no es inmediato, pero llegará en una generación. Y nadie ha votado por ello. Si no hay control, no se puede hablar de democracia.

¿Por qué las naciones occidentales han dejado de defenderse?

Principalmente por motivos morales. La natalidad está cayendo en todo el mundo, no sólo en Occidente. En África, el descenso es más lento y por eso se prevé que acabe concentrando la mitad de la población mundial.

Muchos dicen que la inmigración es la solución al envejecimiento, pero es falso. Como decía Margaret Thatcher en otro contexto: «El problema de usar la inmigración como solución es que acabas quedándote sin los hijos de los demás». México, Turquía, Irán, Túnez… todos ya están por debajo del nivel de reemplazo. La inmigración no resuelve el problema, sólo acelera la sustitución.

Hungría controla la inmigración, pero si todo a su alrededor empeora, ¿de qué sirve?

Ése es el problema de pertenecer a la Unión Europea: la pérdida de soberanía. Ése fue el argumento del Brexit, aunque luego lo traicionaron al aumentar la inmigración.

¿Es la inmigración, la supervivencia de nuestra civilización, el gran debate político de nuestro tiempo?

En general, la política occidental está en plena reconfiguración. Antes la división era sobre impuestos y tamaño del Estado; ahora lo es sobre nación, fronteras y soberanía. Eso es lo que llamamos la cuestión nacional. Como es el eje central, la derecha se fragmenta: unos siguen defendiendo la globalización y otros el patriotismo.

¿Asistimos a una reconfiguración de la política?

El eje ya no es izquierda–derecha, sino patriotismo frente a pospatriotismo. Por eso en el Parlamento Europeo surge Patriotas. Personas de ideologías distintas pueden unirse en torno a la lealtad a su nación. El problema es que muchos líderes europeos creen que amar a tu país conduce inevitablemente a Auschwitz. Pero no amarlo conduce a Rotherham.

Necesitamos un punto intermedio: discutir sobre impuestos, derechos sociales o regulación, pero desde un marco patriótico. Eso no debería ser exclusivo de la derecha. Sería muy positivo que surgiera una izquierda patriótica, que defendiera causas sociales o sindicales, pero desde la lealtad a su nación.

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