El nombre con que nos definimos tiene su importancia, y ningún régimen renuncia a definirse como democrático. El mejor botón de muestra es que no hay un solo régimen totalitario de izquierdas, histórico o actual, que haya reconocido o reconozca su naturaleza liberticida en la nomenclatura oficial.
La sangrienta y ya extinta Alemania Oriental se hacía llamar «República Democrática Alemana»; el régimen criminal de Corea del Norte no tiene reparos a la hora de proclamarse como «República Popular Democrática de Corea», al igual que la «República Popular Democrática de Laos», también comunista y no menos criminal. La página web de la embajada de la «República Popular China» en España afirma que —cito textualmente—: «el modelo de democracia de China se ajusta a sus propias condiciones nacionales y es apoyado por el pueblo, y es una verdadera democracia, una democracia que funciona y una democracia exitosa. China es una democracia sin duda alguna».
En apenas dos frases la cúpula del régimen chino en España repite la palabra «democracia» en cinco ocasiones. Y, sin embargo, aunque lo repitiera cien mil veces nosotros no dejaríamos de pensar que el régimen chino es inhumano, torturador y totalitario, y en su calidad de totalitario, profundamente antidemocrático.
Nicolas Maduro, el sátrapa chavista y torturador de la República Bolivariana de Venezuela, presume también de ser un mandatario democrático. Pero el hecho de que en este país se lleven a cabo elecciones periódicas a modo de dramática parodia —el obispo Jaime Villarroel define Venezuela como un «campo de concentración donde se comete exterminio»— no desmiente su constatada verdad genocida.
¿Por qué se proclaman entonces democráticos? Porque las palabras sugieren asociaciones con marcos ideológicos concretos y la adopción de esos marcos terminan por penetrar en nuestras conciencias.
A primera vista, puede resultar inadecuado comparar cualquiera de estos regímenes con el sistema canadiense. Pero cuando una democracia persigue a los discrepantes e impone formas de censura equiparables a las de una dictadura, tal vez se halle más cerca de la dictadura de lo que podamos pensar, por más que conserve la percha democrática. De igual forma que el hábito no hace al monje, el intelectual o el político extremista de izquierdas, en el seno de una democracia, seguirá socavando desde dentro un sistema en el que no cree, aunque diga hacerlo en nombre de la democracia. Ese es su pretexto, la mascarada que le otorga respetabilidad a la hora de introducir sus políticas liberticidas, cuando no dictatoriales, en contextos formalmente democráticos.
El lenguaje consigue, a menudo, simular que una realidad parezca lo que en realidad no es. La izquierda contemporánea es muy consciente de ello. «Quien nomina, al fin y al cabo, manda —sentencia Monedero— […] quien nombra, hace valer, en resumidas cuentas, su interpretación de las cosas. Y esa interpretación, por lo común, beneficia a quien la hace. Nombrar es hacer política: obliga al colectivo que escucha esos nombres a interpretar la realidad de una manera concreta».
El ultra de Podemos se pronuncia con fundamento. Sus palabras sintetizan, no sólo la extraordinaria relevancia que las izquierdas conceden al lenguaje, el dominio que ejercen sobre él, y su funcionalidad ideológica, sino también el modo en que obligan al otro a interpretar la realidad desde su particular prisma. Monedero habla de obligar, y obligar es imponer, lo cual, aunque no suele ser muy democrático, no importa demasiado si quien recibe el lenguaje que el otro le impone, lo toma como si lo fuera.
Lo acabamos de ver en el caso de Jordan B. Peterson. Sus censores no consideraron antidemocráticas las medidas represivas que emprendieron contra él, sino la ligereza con que el psicólogo se permitió criticar al poder. Transformaron el democrático derecho a opinar en delito de opinión, lo cual es de todo punto antidemocrático.
En el mundo de la posverdad todo es relativo, incluso lo que entendemos por democracia. ¿Quién determina lo que es democrático? Quien detenta el poder. ¿Quién detenta el poder? Pues no necesariamente quien gobierna. Como señala Monedero, manda quien nombra. Ya apuntaba Antonio Gramsci que la guerra cultural ha de preceder a la batalla política. Pues bien, en dicha guerra, la batalla del lenguaje resulta imprescindible para asentar el terreno hacia la victoria.
[Este texto es también un fragmento de Venenosos: Cómo combatir el lenguaje totalitario de las izquierdas, de Óscar Rivas]