Minotauros de plástico

Convertido en tótem pop, Houellebecq deja de ser un escritor que a veces acierta y a veces bosteza, y pasa a ser un santuario portátil al que peregrinar

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El domingo 21, a la hora exacta en que el otoño se estrenaba en Madrid y la gente sacaba la rebeca sin convicción, Michel Houellebecq se subió —media hora tarde— al Escenario Allianz con una botella de Solán de Cabras y una bolsa de plástico que parecía recién exfiltrada de un Mercadona. Por un momento, la plaza reformada fue un zoológico: tuiteros de ediciones dosmileras, jubilados con puntería infalible para el evento gratis, modernas y modernos, católico–canallas, alguno mendigando silla como si el asfalto cotizara, traductores con valium acústico, cascos inalámbricos encendidos como luciérnagas IKEA y un Festival de las Ideas al que lo que le faltó, precisamente, fue idea.

El programa prometía Minotauros: crisis, literatura, poesía. Lo que tuvimos fue Minotauro sin hilo: laberinto de palabrería, preguntas que eran prólogos y un escritor que, de tan cansado, parecía un holograma. De la charla se salvó el frío, que por lo menos era sincero.

El entrevistador, Miguel de Beistegui, llegó a escena con currículum en mano: filósofo, investigador, universidades, Deleuze, Heidegger, Lacan, crisis, deseo, Chicago, Sorbona, Warwick, Barcelona, etcétera. Todo eso está muy bien; lo trágico es confundir el aula magna con una plaza pública y la bibliografía con una conversación. Se presentó como filósofo y, acto seguido, filosofó: diez minutos de preámbulo sin pregunta, una especie de tráiler de su propia mente con subtítulos simultáneos. Luego vino la traducción de su propia perorata para que el invitado supiera de qué iba aquello. Los minutos caían como hojas secas y uno empezaba a sospechar que Minotauros era, en realidad, el nombre de un seminario interno de la Pompeu.

De Beistegui hizo lo que hace cierta academia cuando se asoma a la intemperie: demostrar que sabe. Citó a Perec con pátina difusa, invocó a Schopenhauer con la devoción de quien colecciona estampitas (trescientas veces, aproximadamente), rozó a Camus para santiguarnos y, ya puestos, trató de arrinconar una supuesta contradicción en Houellebecq entre la mirada compasiva del zoólogo humano y la necesidad de apretar las llagas de la sociedad. El francés, con la energía de un gato al sol en enero, respondió lo que pudo: que lo primero era estética, lo segundo, método; que si hay contradicción, bendita sea, porque escribimos para empujar heridas, no para vitrificar coherencias.

Lo peor no fue el desfile de referencias. Lo peor fue el tempo. Preguntas–ensayo de tres párrafos cuyo hilo se perdía por la tercera subordinada, ese vicio de «te formulo una tesis y, si me das tiempo, ya la refuto yo mismo». La entrevista era una cinta de correr programada por el entrevistador: Michel subía, tropezaba, bajaba. A ratos contestó con aforismos simpáticos (la moderación no hace feliz a nadie, el «sexo socialdemócrata» en Francia es chiste y el liberal no prende), a ratos se deshilachó: frases a medio hervir, ideas suspendidas que el intérprete no lograba rematar porque sencillamente no había remate. Quien llevaba cascos culpó al intérprete; quien oyó el francés supo que el intérprete hizo lo que pudo con un emisor que hablaba como quien se queda dormido en un autobús: empieza una frase en Cuatro Caminos y despierta en Plaza de España sin recordar el sujeto.

La escena tenía su poesía triste: Houellebecq, el escritor que hizo de la lucidez una disciplina de castigo, sentado bajo un toldo blanco de feria navideña, firmando más tarde libros viejos con amabilidad de funcionario cansado. El feroz se nos ha hecho señor. Y no pasa nada: el tiempo es una lima. Pero si llevas a un señor cansado a una plaza fría, dale al menos un interlocutor que entienda el lugar y el formato, que sepa que una conversación con público no es un examen oral de fenomenología. Había un público con hambre de ideas sencillas y precisas, no de escolios. Había, sobre todo, un escritor que no venía a justificar su obra ante un tribunal de erudición, sino a charlar sin más. En esa distancia —entre el anfiteatro académico y la plaza— se perdió la noche.

De contenido, poco. Una reflexión correcta sobre la violencia de lo burlesco frente a la ironía; una colleja a Camus tan gratuita como previsible (el chiste de forma–fondo de quien lleva años coqueteando con el nihilismo y ahora cree en la salvación por el amor: todos evolucionamos, algunos hasta se reconcilian con la Virgen de la Cueva). Una defensa tibia de que la literatura no nos hace mejores personas —que ya firmaría, literalmente, cualquiera— y un cameo inevitable de la IA como único fenómeno interesante de las últimas décadas, dicho con ese desdén que seduce tanto a señores que fuman en ventanas. Hubo, sí, algún destello: la idea de que leer y escribir son la misma operación en dos direcciones, que el lector completa el mundo. Pero los destellos, sin estructura, son faros apagados.

Y entonces, el verdadero tema: el mito. Lorena G. Maldonado escribía que Houellebecq no es un hombre, sino una criatura, un duende. Ese verbo (mitificar) explica por qué salimos con frío y decepción. Convertido en tótem pop, Houellebecq deja de ser un escritor que a veces acierta y a veces bosteza, y pasa a ser un santuario portátil al que peregrinar. Cuando el santuario resulta ser un señor con sueño, una botella azul y una bolsa de plástico, el fiel se siente estafado. Pero la estafa es nuestra: confundimos la leyenda con la agenda, la foto con la voz.

Mitificar es un deporte peligroso porque infantiliza al mitificado y embrutece al público. Infantiliza al primero —le exige milagros a demanda, ocurrencias oraculares, el ingenio empaquetado— y embrutece al segundo —le roba la capacidad de escuchar frases imperfectas, de tolerar silencios, de aceptar que el pensamiento no siempre aterriza en el minuto y resultado—. Un mito es un atajo emocional; escribir es un oficio. Cuando tratamos a un oficio como un atajo, llenamos plazas con expectativas de epifanía y nos llevamos a casa un resfriado y una firma.

¿De quién es la culpa? De todos un poco. Del festival, por programar «crisis» en directo sin prever que la primera crisis iba a ser el formato. De un entrevistador que decidió que la plaza debía entender su bibliografía en vez de entender a su invitado y a su audiencia. De un público que quiere ver al monstruo funcionar a pleno rendimiento, como si los monstruos no durmieran. Y de nosotros, los que escribimos, si insistimos en edificar estatuas sobre personas porque nos resulta más cómodo consumir un mito que leer una obra.

Porque de eso se trataba, ¿no? De volver a lo escrito. De reivindicar que la literatura sucede bien en la página y mal en el estrado, que el directo, el reel y la anécdota son paisajismo y que el trabajo de convertir carraspeos en pensamiento lo hace el periodismo serio cuando toca y el propio autor cuando escribe. Los buenos libros no necesitan templete; necesitan lectores que no vayan a una plaza a que les refrenden su devoción.

Houellebecq vino a Madrid, visitó El Prado, cobró su caché, divagó como pudo una hora y —ley de vida— durmió sin remordimientos. No hay crimen en ello. Tampoco hay cláusula en ningún contrato que obligue a un escritor septuagenario a estar brillante una tarde de septiembre al aire libre. El único pecado fue la coreografía: la de poner a un filósofo a competir con su índice onomástico contra el hueco y a un escritor a esprintar sin aire. La bolsa de plástico, por cierto, sigue siendo el mejor símbolo de la noche: lo real que interrumpe la liturgia. Lo único honesto en escena.

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