Este 9 de agosto ha cumplido medio siglo de la muerte de Dmitri Dmítrievich Shostakóvich, cuya vida representa esa aterradora zona gris en que vivieron los artistas de la Unión Soviética: la experimentación arriesgada, la creación deslumbrante y el terror ilimitado.
Shostakóvich lo conoció todo: el triunfo y la condena, el éxito y el miedo, el aplauso de las masas y el ostracismo. Buena parte de sus familiares y amigos acabaron encarcelados o muertos en la Gran Purga (1936-1938). Su hermana, su tío, su suegra y su cuñado acabaron en prisión. A Bábel y a Meyerhold los mataron. Vitali Shentalinski desenterró los expedientes del NKVD relativos a algunos de ellos. Aquel terror dejó una huella indeleble en su obra. No todo el mundo podía soportar que el Pravda dedicase un artículo de 600 palabras a atacarlo sin piedad.
Sin embargo, fue capaz de resistir. Cuenta Álex Ross en El ruido eterno, que los autores de aquel artículo infame lo escogieron porque sabían que podría aguantar —algunos otros en similares circunstancias se dieron al alcohol o se suicidaron— y que, por lo tanto, podían tomarlo como chivo expiatorio para desatar una persecución entre los artistas. Shostakóvich soportó no sólo esa ofensiva, sino también la de 1948, el año en que mataron a Solomon Mijoels.
Junto al testimonio de su vida (contradictoria, aterradora, lacerante) nos queda su obra. Por ejemplo, la Séptima Sinfonía Leningrado, que Eliasberg dirigió con una orquesta famélica en la ciudad asediada. La Octava Stalingrado decepcionó a las autoridades porque esperaban algo épico y se encontraron con una descripción atroz del horror de la guerra. La Sinfonía nº 13 Babi Yar demuestra que la politización del arte —y el peligro de caer en desgracia— no cesaron con la muerte de Stalin.
Es, pues, un tiempo propicio para escuchar su precioso y popular Vals nº 2 —un feliz clásico en las bodas— y volver la vista al siglo XX, el siglo soviético, a cuya sombra seguimos viviendo.