Los aranceles propuestos e impuestos por la administración Trump, han propiciado una avalancha de falacias económicas para justificar su agenda proteccionista. Entre ellas, destaca la teoría del arancel óptimo. No es relevante solo por haber sido invocada por defensores de Trump, sino porque sigue formando parte del cuerpo central de la economía moderna, lo que revela debilidades importantes en la defensa convencional del libre comercio.
Formalizada por Nicholas Kaldor en 1940, la teoría del arancel óptimo sostiene que, si un país tiene suficiente peso en el mercado mundial como para influir en los precios internacionales, podrá beneficiarse de imponer aranceles. En otras palabras, al gravar las importaciones, se reduciría la demanda nacional de bienes extranjeros, lo que provocaría una caída del precio mundial. Así, el precio interno no subiría tanto y una parte del arancel sería asumida por los productores extranjeros. Si esta «parte pagada por los extranjeros» supera las pérdidas de eficiencia generadas por el arancel, habría una ganancia neta para el país que lo impone.
Este planteamiento permite sugerir, al menos en teoría, que un Estado podría funcionar como una especie de agencia tributaria internacional, cobrando impuestos a los extranjeros mediante aranceles, lo que resultaría óptimo desde el punto de vista del bienestar nacional.
Representación estándar: entre simplificación y distorsión
Según lo que se estudia en la mayoría de las facultades de Economía, los efectos del comercio y los aranceles se explican mediante gráficos básicos de oferta y demanda. Al nivel del precio internacional, los consumidores acceden a más productos a menor coste, mientras que los productores nacionales pierden cuota de mercado. En teoría, la introducción de un arancel encarece el producto importado, favorece a los productores nacionales y reduce el consumo, generando una pérdida de eficiencia conocida como deadweight loss. En este marco, los aranceles aparecen como una medida ineficiente.
Sin embargo, ese análisis superficial oculta efectos más profundos. Por ejemplo, no se considera que los aranceles reducen la división internacional del trabajo, haciendo que la economía global funcione de forma menos eficiente y reduciendo las rentas reales tanto de productores como de consumidores, dentro y fuera del país en cuestión.
La falacia del análisis aislado
Incluso si se acepta los supuestos de la teoría, lo que demuestra el modelo no es que los aranceles sean buenos en general, sino que podrían beneficiar a un país en particular, siempre que logre trasladar parte del coste a los extranjeros. El bienestar global sigue reduciéndose. Es decir, se trata de una ganancia nacional a costa de una pérdida externa, un juego de suma cero. O negativa.
Un aspecto central es el de la incidencia fiscal, es decir, quién paga realmente el arancel. En el análisis estándar, esta carga puede recaer en los consumidores nacionales o en los productores extranjeros, según la elasticidad de la oferta y la demanda. No obstante, la escuela austríaca ofrece otra interpretación: según Murray Rothbard, un impuesto nunca puede trasladarse hacia delante, lo que implica que los consumidores no pagan el arancel. Son los productores quienes lo asumen, al tener que ajustar su producción frente al aumento de costes.
Este razonamiento lleva a una conclusión interesante: aunque un arancel vaya dirigido, por ejemplo, a productos chinos, su impacto puede recaer sobre proveedores de materias primas en países como Australia o Nigeria. La interdependencia global hace que los efectos de los aranceles se propaguen de forma compleja e impredecible.
El verdadero daño: menos comercio, menos prosperidad
Más allá de quién soporte el coste directo, el efecto más grave de los aranceles es que reducen la especialización internacional y, con ello, la productividad global. La economía se vuelve menos eficiente porque tanto los recursos nacionales como los extranjeros se destinan a actividades menos productivas.
Supongamos que el arancel consigue reducir el precio internacional, como prevé el modelo. ¿Significa eso que los capitalistas extranjeros simplemente asumirán el golpe? No. Lo previsible es que dejen de invertir en el sector afectado, reduzcan su demanda de factores de producción y busquen otros mercados, probablemente locales. Lo mismo ocurre en el país que impone el arancel: se reorientan capital y trabajo hacia la producción de bienes sustitutivos, normalmente de menor calidad o mayor coste.
Este fenómeno puede ser presentado como «reindustrialización», pero en realidad supone un uso menos eficiente del capital y del talento disponible. Los recursos que antes se destinaban a producir e intercambiar bienes de forma más rentable, ahora se emplean en satisfacer necesidades internamente, con peores resultados. Los consumidores pagan más por productos de menor calidad, y los trabajadores ven restringidas sus oportunidades de desarrollo en sectores más competitivos.
Dos problemas fundamentales
La teoría del arancel óptimo revela dos problemas fundamentales. Primero, que cuando se abandona el enfoque praxeológico (el análisis de la acción humana desde la lógica de los fines y medios), la economía corre el riesgo de deslizarse hacia construcciones teóricas sin conexión con la realidad. Pequeños errores conceptuales pueden llevar a conclusiones profundamente equivocadas, como que es deseable gravar a los extranjeros.
Segundo, que mientras la mayoría de los economistas insisten en un paradigma positivista y tecnocrático, seguirán funcionando como asesores de eficiencia al servicio del Estado. Esta era la función de los antiguos mercantilistas y cameralistas, enemigos históricos del libre comercio. La teoría del arancel óptimo, lejos de ser una curiosidad académica, se convierte así en la coartada científica para políticas comerciales perjudiciales tanto para el país que las aplica como para el conjunto de la economía global.