David Foster Wallace viajó en un crucero y luego escribió una crónica despiadada que publicó en un libro con otros textos: Algo supuestamente divertido que nunca volvería a hacer. La narración es afilada, certera y terriblemente cáustica. Wallace se daba cuenta de cosas que poca gente aprecia. Pero, cuando llevas esa capacidad al extremo, puede convertirse en una maldición. A veces es mejor no dar demasiadas vueltas a las cosas. Según Chesterton, «loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo menos la razón».
Todo esto para introducir que el otro día estuve en PortAventura. A veces, gente leída y culta habla del Stendhalazo, un éxtasis interior al contemplar una cantidad inconmensurable de belleza. Yo diría que en PortAventura sufrí un DavidFosterWallazo. Puede suceder cuando te das cuenta de que algo que hace mucha gente es absurdo. No es que esté mal, es que no tiene sentido. Todos tenemos algún amigo que ha sufrido este ataque en una discoteca. De repente, comprendes que gastas un dineral infame por apretarte con desconocidos sudorosos en una habitación cerrada con un ruido que aniquila cualquier amago de conversación. En eso consiste el síndrome: en entender de un plumazo que algo que está extendido no tiene sentido. Es una estafa. De nuevo, no es recomendable acusar mucho este síndrome. Al fin y al cabo, Foster Wallace se suicidó.
Yo en PortAventura sufrí este síndrome con los vasos. Un cartel te explica que, para cuidar el planeta, te cobran un euro por un vaso. Si lo devuelves, te dan tu euro. Me acordé de una noche de verano en el norte. Habíamos ido a un concierto con mucha gente y aquello ya había terminado. Platero y yo vimos una cola enorme. Pero no era para salir. Tampoco parecía tener sentido comprar nada al final de un concierto. Platero se dio cuenta: «Están devolviendo vasos». Como huérfanos de Oliver Twist, Platero y yo comenzamos una búsqueda rápida. Cada uno recogió unos diez vasos del suelo, cada vez más limpio. Nos pusimos a la cola pero nos dijeron que cada uno solo podía devolver cinco vasos. Así que hicimos cola dos veces en ventanillas distintas. Entonces empezó una pelea entre dos grupos de pijos. Entre empujones, gritos y carreras de seguratas, Platero y yo gateábamos recogiendo vasos como quien recoge diamantes. Luego nos dijeron que había dos modalidades de vasos: los que se pueden devolver y los que no. Vale, eso explicaba que el suelo siguiese lleno de un tipo específico: el que no tenía premio. Al final recaudamos lo suficiente para pagarnos las dos cervezas que nos habíamos tomado. No fue una barbaridad, pero nos fuimos con sensación de truhanes.
Revivo todo eso en mi cabeza en la cola para devolver tres vasos en un puesto de comida. Me dicen que está cerrado. Pues vaya. Luego me pongo a la cola de otro sitio. Debe ser el primer día del camarero, que se pelea con el abrebotellas, con el lector del código de barras y con la caja registradora. Quince minutos y dos clientes después, llega mi turno. Me dice que necesita los tickets. Los tengo. Pero, de pronto, entiendo todo: les da igual el planeta. Si de verdad les importase reciclar, te darían un euro por cualquier vaso. ¿No? Al final es lo de siempre: cambio climático se traduce en que tienes que pagar más por hacer lo mismo que hasta ahora.
Una vez que se me ha activado el síndrome, podría estirar más el chicle. Por ejemplo, lo que siento por la gente que pasa por la fila exprés es lo más parecido que he sentido al «odio de clase». Debe ser algo así. Al final, estás pagando por colarte. También me da que pensar la fila «single»: puedes pasar más rápido pero solo te dejan subir si queda algún hueco libre. Por un momento, se me ocurre analizar los distintos perfiles de gente dentro del parque. También se me ocurre hacer una lista de la cantidad de extras que se ofrecen. Pero no compensa. Tampoco hay que abusar de este síndrome. Si no, terminas mal.