Hasta hace unos meses, llegaba a casa a mediodía y comía algo rápido. Ahora mi padre se ha prejubilado y comemos en el comedor, con mantel y conversación. Al principio me costó pasar de mi autonomía tranquila y salvaje a la civilización. Pero mis comidas han mejorado, porque mi padre me habla de libros, noticias y conferencias. Lo último es Esperanza para náufragos, de Adrien Candiard. El libro es muy breve y menciona la Biblia, otro tema interesantísimo y poco conocido. Así que me pongo a leer yo también sobre la esperanza.
Lo primero que explica Candiard es que la esperanza no es optimismo. Más bien se parece a lo contrario. Por ejemplo, Jerusalén, en el año 587 a. C., era asediada por Babilonia. Jeremías avisa de que rebelarse saldrá mal. Pero no le hacen caso y lo encierran en la cárcel por pesimista y pesado. Efectivamente, los babilonios invaden la ciudad, deportan a todos los vivos y destruyen el templo. En la cárcel, hambriento y amenazado, Jeremías escribe locuras: «Dios va a recrearlo todo a partir de la nada». Ya no queda optimismo. Las cosas no van a salir bien. Aquí entra la esperanza en Dios.
Hoy también hay guerras, violencia y soledad. Además, el cristianismo decae. El autor se centra en Francia, pero su conclusión se puede extrapolar a Occidente. El cristianismo abandona la cultura común (y la gente dice «felices fiestas» en Navidad). El matrimonio civil se divorcia del matrimonio cristiano. Si pegas el oído, se puede escuchar el lamento íntimo de tantos abuelos que ven a sus nietos alejados de la fe.
En resumen, nuestra Jerusalén ha caído. Vivimos en las ruinas de la vieja cristiandad. Sin embargo, la esperanza cristiana no requiere optimismo, sino valor. Jeremías dijo: «Maldito el varón que confía en el hombre y pone en la carne su apoyo mientras su corazón se aparta del Señor». Para esperar en Dios hay que abandonar todas las demás esperanzas. Esas que podemos confundir con Dios. Cuando fracasan estas esperanzas humanas, nos desconcertamos. Pero Dios no promete a Jeremías el éxito, sino su presencia: «Yo estaré contigo».
Candiard descubre otra clave. Los sacerdotes tienen miedo a hablar mucho del mundo futuro y descuidar este. Pero la vida eterna no se refiere solo a la vida después de la muerte. Esperar es creer que Dios nos hace capaces de actos eternos. Cuando amamos, abrimos una ventana a la eternidad. No hay dos vidas separadas. No se trata de sufrir aquí abajo para luego ir al cielo y gozar: es la misma vida. Esperar es vivir prefiriendo lo eterno. La vida eterna no es un refugio, sino que permite tomarse en serio nuestro mundo como es, poniendo cada elemento en su lugar y dándole su justo peso.
Esto deshinchará muchos globos de ambición, sueños de fama, fantasmas de éxito… Descubrir que es vano buscar la admiración del mundo, ¿es renunciar al mundo real? ¿No es más bien comenzar a vivir en él, con los pies en la tierra? Muchas veces sufrimos porque la realidad no concuerda con lo imaginado. Sin embargo, Dios solo existe en la realidad. Es el Dios del presente, no el de los sueños y los castillos en el aire. Nos ahorraríamos mucho sufrimiento si viviésemos pegados a la realidad.
El autor explica todo esto mucho mejor. Esto es solo un adelanto. Lean el libro. Además, no se trata de una teoría. Candiard es monje y ha vivido muchos años en Egipto dialogando con el islam. En los últimos años ha visto desmoronarse casi todo su trabajo. Por eso escribe sobre la esperanza: porque la necesita.