La comprensión de lo que fue el proceso de conquista y colonización española en el Nuevo Mundo no está exenta de dificultades. La confrontación entre distintas formas de entender el fenómeno llevó a la creación de las Comisiones Nacionales del V Centenario para dar una respuesta coherente a los encendidos debates presentes entre los intelectuales de uno y otro lado del Atlántico. En este empeño también participó la UNESCO, bajo cuyo auspicio se llegó a una resolución en la que podemos leer las palabras del prestigioso historiador mexicano Miguel León Portilla, que reflejan la línea a seguir de los historiadores más serios a la hora de llevar a cabo un análisis riguroso de un hecho histórico de esta envergadura. Según León-Portilla, «hubo acciones condenables y otras admirables: hay encuentros violentos, con invasión, conquista y destrucción, y también los hay de consecuencias positivas».
El loable propósito de ir más allá de las posturas maniqueas para las que sólo existió la maldad o bondad más extremas, y así ofrecer una visión de la historia basada en el riguroso análisis de las fuentes documentales, se ha visto amenazado en los últimos años debido, entre otras cosas, a la visión distorsionada del proceso de conquista que se está transmitiendo desde las redes sociales, lo que ha provocado la aparición de dos corrientes de pensamiento irreconciliables que han llevado sus conclusiones hasta posturas ideológicas extremas. Por un lado, los que interpretan el proceso como un hecho heroico y, por otro, los que, ajenos a toda realidad, lo consideran como un genocidio perpetrado por unos invasores que sólo dejaron tras de sí un rastro de destrucción, tortura y muerte. Estos nuevos planteamientos han traído consigo una serie de demandas que poco o nada tienen que ver con el sentido común. Por desgracia, aquí en España, el rechazo y la crítica desmedida contra nuestra propia historia ha calado en una buena parte de una izquierda que, desde el siglo XIX, optó por ponerse de rodillas frente a las pretensiones de los nacionalismos periféricos, al mismo tiempo que mira con desprecio a todo lo que nos une.
En el otro lado del Atlántico, la Leyenda Negra está siendo recuperada por un grupo de dirigentes hispanoamericanos, como Petro y Sheinbaum, empeñados en demonizar a los antiguos conquistadores para, de esta forma, desviar la atención de sus nefastas acciones de gobierno. En Estados Unidos, por otra parte, también han arreciado feroces críticas contra los descubridores españoles, tal y como ocurrió en la localidad de Columbus, cuando un grupo de personas se concentró a los pies de una estatua de Colón para pedir su retirada, por considerarlo un símbolo de la supremacía racial de los blancos. En Nueva York, un monumento dedicado al insigne navegante genovés situado en Central Park apareció con las manos pintadas de rojo, mientras que, en el otro lado del país, en Los Ángeles, se repitieron los mismos episodios de violencia, pero en esta ocasión contra una estatua de San Junípero Serra erigida en la misión española de Santa Bárbara, la cual fue decapitada y cubierta de pintura roja.
Los actos vandálicos contra los más reconocidos protagonistas de la conquista y colonización de la América hispana, como es el caso de Juan Ponce de León, están motivados por la creencia en la existencia de un supuesto genocidio por parte de los conquistadores españoles en el siglo XVI. El origen de esta idea es, en cambio, muy anterior en el tiempo; podríamos remontarla hasta momentos inmediatamente posteriores a la conquista, cuando poco a poco se fue imponiendo una visión crítica del proceso. Esto dio lugar a la aparición de una leyenda negra generada a partir de un proceso de manipulación orquestada por los enemigos de la monarquía hispánica, pero motivada también por la aparición de una serie de pensadores y teólogos españoles —inexistentes en otras naciones europeas—, que tuvieron el valor de denunciar las injusticias que se estaban desarrollando en tierras del imperio hispanoamericano, y que fueron aprovechadas, interesadamente, por otras monarquías europeas para ahondar en sus críticas contra la gran potencia hegemónica del momento.
Uno de estos intelectuales fue el fraile dominico, jurista, teólogo y filósofo Bartolomé de las Casas, considerado como el gran protector de los indios en América y, como tal, uno de los más insignes precursores en la defensa de los derechos humanos, junto al también dominico Francisco de Vitoria. La obra del teólogo sevillano, Brevísima relación de la destrucción de las Indias, se terminó convirtiendo en la principal fuente utilizada por aquellos que más deseaban menoscabar el prestigio de España. Basándose en una interpretación torticera y descontextualizada del libro de Bartolomé de las Casas, personajes como Guillermo de Orange no dudaron en afirmar que los españoles habrían causado la muerte de más de veinte millones de personas en el Nuevo Mundo, siendo este uno de los puntales sobre el que después se sustentó una leyenda negra que no tardó en propagarse. Tanto es así que, en un grabado holandés del siglo XVII, se puede apreciar la figura de don Juan de Austria presidiendo el martirio de un grupo de indígenas, a pesar de que el héroe de la batalla de Lepanto ¡nunca puso un pie en territorio americano!
En la actualidad, la Real Academia Española define genocidio como «exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad». Según el sociólogo y pensador estadounidense Michael Mann, el genocidio sería el grado más extremo de violencia y el más radical de todos los actos de limpieza étnica conocidos hasta la actualidad. Siendo de esta manera, cabría preguntarnos si realmente la monarquía hispánica se planteó, en algún momento, la posibilidad de exterminar a los indígenas que poblaban los recientemente adquiridos territorios del Nuevo Mundo.
En primer lugar, muchos de los defensores de la Leyenda Negra consideran que una de las pruebas que demostrarían la existencia del genocidio fue el explosivo descenso demográfico ocurrido en tierras americanas desde principios del siglo XVI. Frente a ellos, los historiadores han comprobado que la drástica mortalidad sufrida por la población nativa tuvo como causa principal la falta de resistencia inmunológica frente a las enfermedades traídas por los europeos, debido al aislamiento de estas comunidades, que durante miles de años habían estado aisladas y, por lo tanto, carecían de la protección necesaria para hacer frente a las nuevas epidemias que diezmaron a la población. En cuanto a la actitud de la monarquía, el estudio de las fuentes documentales no puede ser más concluyente.
Resulta clarificadora la voluntad de la reina Isabel la Católica cuando, en su testamento, transmite las siguientes palabras: «Y no consientan ni den lugar que los indios reciban agravio alguno de sus personas y sus bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido, lo remienden». En 1540, en una junta convocada por Carlos V en la Universidad de Salamanca, los intelectuales españoles, que en los últimos años habían debatido sobre las nuevas formas de convivencia con los nativos americanos —en muchos casos alentados por la Corona—, llegaron a la conclusión de que «tanto el Rey como gobernadores y encomenderos, habrían de observar un escrupuloso respeto a la libertad de conciencia de los indios, así como la prohibición expresa de cristianizarlos por la fuerza o contra su voluntad». Frente a lo que ocurre en otras potencias europeas, en España surgió, desde bien pronto, la preocupación por solucionar los actos de maltrato que, evidentemente, se dieron durante la conquista, tal y como fueron denunciados por padres dominicos de la talla de Bartolomé de las Casas, cuya obra, aunque repleta de inexactitudes, fue fundamental para concienciar a una Corona que, inmediatamente, se puso a legislar para regular la vida social, política y económica de los nativos americanos, los cuales fueron considerados súbditos de la Corona de Castilla y, por lo tanto, objeto de su protección. El debate surgido gracias a estos misioneros católicos, que, según el hispanista Joseph Pérez, pretendieron denunciar los medios utilizados por los conquistadores para evangelizar a los habitantes de las tierras recientemente descubiertas, terminó con la aprobación de las Leyes Nuevas de 1542, en las que la Corona española confirmaba la prohibición de reducir a esclavitud a los indígenas y ponía fin a la injusta institución de la encomienda, además de cuidar la conservación, gobierno y buen trato de los indios.
Las Leyes de Indias, promulgadas por los monarcas españoles, demuestran la inexistencia del genocidio español en América, aunque, desde nuestro punto de vista, la mayor incongruencia se produce cuando estudiamos la realidad social impuesta en la América española, fruto del encuentro biológico y cultural de peninsulares y población indígena que va a dar lugar a un proceso de mestizaje que, al final, supuso la aparición de nuevas etnias y fenotipos. Para el afamado historiador hispanista Hugh Tomas, «el mestizaje fue la mayor obra de arte lograda por los españoles en el Nuevo Mundo, una mezcla de lo europeo y lo indio. A aquellos que piensen que se trata de una afirmación obvia les pediría que consideren cuán raro fue este estado de cosas entre los anglosajones y los indios de Norteamérica». Las palabras de Hugh Tomas ponen de manifiesto la increíble contradicción que implica condenar la conquista española de sus posesiones americanas como un acto de genocidio, cuando fue la única que llevó a cabo un proceso de mestizaje, frente a la tendencia de otros reinos a una política de desplazamiento y exterminio de etnias, que nunca tuvieron la posibilidad de unirse con los conquistadores franceses e ingleses.
La existencia de la Leyenda Negra sobre el genocidio español en América es una muestra más de la necesidad que tenemos de fomentar y divulgar el conocimiento de nuestra propia historia, para, de esta forma, no vernos afectados por la manipulación orquestada por aquellos que, por motivos ideológicos y fobias personales, tratan de llegar a unas conclusiones alcanzadas de antemano y fruto de sus particulares prejuicios. Según Luis Navarro, catedrático emérito de Historia de América, los españoles nunca se plantearon el exterminio físico de los indígenas por distintos motivos. En primer lugar, por el interés de aprovechar su fuerza de trabajo y por la necesidad de poblar un enorme espacio geográfico como era el cono sur americano; y por otro, por el empeño de llevar a cabo un proceso de cristianización sobre una población considerada súbdita de la monarquía española.
Obviamente, el proceso conquistador conllevó el uso de las armas, tal y como ha ocurrido con todos y cada uno de los imperios desde la más remota antigüedad. Así ocurrió, por poner un ejemplo, cuando el Imperio Romano invadió y conquistó Hispania a partir del siglo III a.C., provocando episodios de violencia y aniquilamiento que afectaron especialmente a los celtíberos, lusitanos o astures, aunque nadie con un mínimo de sentido común puede hablar de un genocidio romano en España, ya que, a pesar de los conflictos, Roma nos legó su influencia y cultura, de la que somos herederos. Algo similar ocurrió con la conquista española de su imperio en el Nuevo Mundo, en la que hubo sombras, pero también muchas luces; luces que deberían alumbrarnos para facilitar el entendimiento entre pueblos hermanos, que tanto han compartidos en los últimos quinientos años y que, desde luego, deben proteger y conservar la valiosísima herencia que representa esa trama de afectos, esa herencia histórica y cultural que conocemos como Hispanidad.