El español tiene futuro en China (porque no tiene un pasado)

Un vehículo histórico que no carga con el peso de la injerencia que arrastran otras potencias occidentales

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A China lo de las guerras comerciales con potencias occidentales no le es para nada nuevo. La primera de ellas fue la conocida como Guerra del Opio, el primer enfrentamiento a gran escala entre las dinastías chinas y una potencia extranjera, motivado exclusivamente por el comercio internacional.

El conflicto comienza por el Sistema de Cantón, también llamado Sistema del Cohong, (pronunciado tso-hon), una fórmula diseñada por el gobierno chino de entonces para limitar la entrada de productos extranjeros en su territorio. El mecanismo era sencillo: imponer barreras comerciales extremas, restringiendo el acceso de los comerciantes extranjeros a potenciales compradores locales y obligándolos a negociar únicamente con un reducido grupo de intermediarios autorizados por la corte imperial, concentrados en Cantón.

El verdadero problema no era que los productos británicos no encontrasen su nicho en el mercado chino, sino que el sistema imperial restringía lo máximo posible la entrada de mercancías. Al mismo tiempo, los británicos no podían permitirse la licencia de simplemente idear un sistema de aranceles recíprocos para equilibrar su balanza comercial. A finales del siglo XVIII, el Imperio Británico acumulaba un déficit comercial con la corte del emperador de Qing de varios millones de libras, algo insostenible a ojos de los monarcas ingleses. El casus belli era ya inevitable: la incompatibilidad entre un imperio que se concebía autosuficiente y quería preservar su soberanía comercial, y una potencia industrial muy motivada en imponer un comercio global basado en el liberalismo económico de la época. Y lo que ocurrió condicionaría no sólo gran parte del siglo XIX para China, sino que crearía una huella difícil de borrar para una cultura milenaria que se creía invencible, eterna, y el centro del mundo civilizado. Para un Imperio, que como la Roma clásica, se consideraba la medida de lo humano.

En 1793, Lord Macartney se reunió con la corte del por entonces emperador Qianlong (Chianlong) para intentar negociar la apertura del comercio y equilibrar ese déficit. Como alguien en pleno desarrollo de negocio del último modelo de Thermomix se le envió con obsequios modernos cuyo valor deberían impresionar al monarca, sexto de la Dinastía Qing (Ching, que la q se pronuncia ch). Eran obsequios de fabricación inglesa, claro, pero ofrecidos a cambio de abrir nuevos puertos para el comercio exterior y así terminar con el afanoso sistema Cohong. El Emperador Qianlong rechazaría con la famosa carta que decía «no tenemos interés en objetos manufacturados por vuestro país, ni carecemos de nada que vos poseáis», unas palabras que aumentaron los incentivos de encontrar una fórmula para equilibrar el comercio entre ambos Imperios y que sellaron un destino inevitable para China.

«Ese veneno de deleite»

Para entender las lecciones de la visita de McCartney conviene regresar a los clásicos: «Y para que la plata no huyese a China como ladrón de noche, diole el seso a alguno de vender veneno de deleite: yerba de perdición que sólo ellos cultivaban y que, chupada, ataba más que grillete y cadena».

Ese «veneno de deleite» era el opio, una planta cuyo cultivo y licencia en la India lo controlaba la todopoderosa Compañía de las Indias Orientales (EIC, por sus siglas en inglés), aquella que también contaba con el monopolio del comercio en general entre el Imperio Británico y Asia. Pues «el seso a alguno» se refiere a alguien, muy probablemente, al Governor-General of India, los cuales bajo la supervisión del Board of Control en Londres aprobaron la exportación de opio hacia China. Una maniobra excelente: En el plano operativo, funcionarios coloniales en Bengala y Bombay ejecutaban la producción, subasta y logística. Un opio que no se vendía directamente a China para evitar incidentes diplomáticos, claro está, sino a intermediarios en subastas en Calcuta, contrabandistas que luego lo llevaban a puertos chinos. No es tampoco extraño preguntarse qué acontecía mientras tanto en Londres, y es que el Parlamento británico rara vez mantuvo discusiones sobre el asunto en cuestión; Lo relevante eran los beneficios y en procurar evitar conflictos con China antes de estar preparados militarmente.

Como era de esperar, el gobierno de los Qing no tardaría demasiado en percatarse, aunque quizá las cosas por entonces no creaban tensiones tan rápido como en los tiempos actuales (véase la crisis del fentanilo). Poco tardaron los británicos en decir «la EIC no introduce el opio en China», o que «China es culpable de su propia corrupción», además de varios relatos que siguieron alrededor de la «libertad comercial», ya bastante de moda por la época.

Para mediados del siglo XIX el consumo de opio en China se había convertido en un serio problema de salud pública, así que 1839 la Royal Navy no tardó en aparecer frente a las costas del gigante asiático. Lo hicieron tras varios incidentes cuyo origen fue una decisión de las autoridades chinas que no gustó nada a los británicos: arrojaron al mar de la ciudad de Humen 20.000 cajas de opio británico. Comenzaba la Primera Guerra del Opio con el primer choque armado en Kowloon, el barrio de Hong-Kong. Tras tres años de conflicto, China capituló y se vio forzada a entregar a los británicos la propia isla de Hong-Kong,además de otras desafortunadas concesiones a los británicos en términos de privilegios comerciales y geográficos. Comenzó por entonces a construirse entre el pueblo chino lo que se conoce como el Sentimiento de los Tratados Desiguales, y lo que posteriormente se acuñaría como el siglo de la humillación.

Segunda Guerra del Opio

En 1856 le siguió la segunda Guerra del Opio, en la que también los franceses tuvieron un papel protagonista. China perdió soberanía y fue obligada a legalizar el consumo de opio. La dinastía Qing, ya debilitada y muy fragmentada, encadenó una serie de crisis internas y algunas más injerencias internacionales, y en 1911 la Revolución puso fin a la monarquía. El país entró en una época de convulsión e inestabilidad política que no terminaría hasta los años 70.

El inicio de la caída de la China Imperial no fue únicamente —ni principalmente— responsabilidad del Imperio Británico o de Francia. Numerosos factores internos y externos se entrelazaron para configurar el desenlace de una estructura estatal que había perdurado más de tres milenios. Ahora bien, casi dos siglos después de la primera Guerra del Opio, resulta innegable que la injerencia extranjera, en particular la británica, siguen ocupando un lugar destacado en la memoria y en la identidad del pueblo chino.

China fue el gran hegemón cultural y político de Asia durante más de dos milenios. No fue una hegemonía ruidosa ni sostenida por legiones expansionistas al estilo occidental. Al contrario, las dinastías entendían la geografía como un relato: irradiaban poder desde un centro explícito y poderoso, pero lleno de sutilezas.

Ese centro actuaba como referencia civilizatoria, y los vecinos terminaban por acercarse y transformarse poco a poco. A la capital de por entonces llegaban emisarios extranjeros cargados de obsequios y regresaban a sus tierras con el prestigio de haber sido recibidos por el Hijo del cielo. Una sumisión oportuna y a menudo fingida que radicaba en la ceremonia y no en la fuerza. Pueblos y reinos en sus fronteras que encontraban ventajas en acercarse, y que a cambio de un tributo podían formar parte de ese club exclusivo que eran las dinastías chinas.

Las dinastías chinas habían atraído a medio continente asiático sin disparar una flecha, en gran parte gracias al atractivo de participar en ese orden central que prometía estabilidad y prosperidad. Sus rutas comerciales funcionaban como canales de influencia y poder blanco milenios antes de que Joseph Nye acuñara el término. Una convicción muy similar a aquella de la Roma clásica, que giraba en torno al Mediterráneo.

El español en China

Por eso las injerencias británicas y francesas durante el siglo XIX están cargadas de un capital simbólico tan negativo. Pero no la actividad de España, ni tampoco nuestra lengua. El español es un vehículo histórico que no carga con el peso de la injerencia que arrastran otras potencias occidentales. Una herramienta de difusión cultural y proyección económica capaz de construir puentes de cooperación sutiles pero tan duraderos como la propia civilización china.

La historia no sólo ofrece lecciones. El momento actual lleva a una revisión del relato tradicionalmente impuesto y aceptado, que no debería limitarse únicamente a las cuestiones sociales o culturales más visibles. También alcanza al modo en que entendemos la comunicación internacional y las lenguas que ejercen de mediadoras.

Es necesario reflexionar sobre el papel desmedidamente hegemónico del inglés y abrir la puerta a lenguas que, como el español, poseen una riqueza histórica y cultural inmensa y que siguen siendo minoritarias en espacios donde podrían tener un mayor protagonismo. No se trata de imponer una agenda ni de desplazar de forma abrupta un idioma por otro, sino de crear espacios donde construir relaciones fundadas en el respeto, la cooperación y el equilibrio simbólico.

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