Se cumplen ocho años del referéndum ilegal en Cataluña y, por tanto, de aquel mensaje institucional televisado de un Felipe VI uniformado en el que acusó a sus autoridades de actuar con «deslealtad inadmisible» hacia el Estado, vulnerando sistemáticamente la Constitución y el Estatuto de Autonomía, y pretendiendo «quebrar la unidad de España y la soberanía nacional». Quizá se trató del último de acto del monarca que contribuyó a la disonancia cognitiva de aquellos que todavía querían creer en la Corona pero empezaban a no encontrar motivos.
Con la sanción real de la Ley de Memoria Democrática en octubre de 2022 el Borbón avalaba su propia ilegitimidad, al condenar el régimen del que procede. Con la firma de la Ley de la Amnistía, despejó cualquier duda. Que Felipe VI haya ligado su destino al partido socialista no es de extrañar: ya lo hizo su padre. Al rey no le sobran pines de la Agenda 2030 ni reuniones mundialistas ni compadreo con un Sánchez que le desprecia. Simplemente, ha elegido la complicidad con aquellos que habiéndose hecho con el sistema, la corona y la democracia, pretenden liquidarlos.
El valor de la Monarquía, que reside en la permanencia, pierde su razón de ser al fundirse con el progresismo. De hecho, la monarquía moderna ya está inventada: se llama República.