Alfred Nobel: de la dinamita a Codere

El Premio Nobel, que empezó como testamento moral, es hoy una gala global con su propio mercado de apuestas, el equivalente literario de Eurovisión con subtítulos en sueco

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Alfred Bernhard Nobel fue sueco, químico, ingeniero, escritor, y tuvo un bigote digno de manual soviético. Inventó la dinamita y creó, sin saberlo, el mayor reality intelectual del planeta. Propietario de Bofors, fábrica de cañones y pólvora, registró 355 patentes y legó su fortuna a una fundación que premiaría a quienes «confirieran el mayor beneficio a la humanidad». No podía imaginar que, siglo y cuarto después, ese beneficio se mediría en trending topics y cuotas de Codere. Lo que empezó como testamento moral es hoy una gala global con su propio mercado de apuestas, el equivalente literario de Eurovisión con subtítulos en sueco.

Existen Nobeles de toda índole, pero sólo uno genera entusiasmo popular: el de los libros. Pocos comentan quién ganó el de química, y menos aún qué demonios descubrió. En cambio, cada octubre el planeta entero se convierte en tertulia de librería. Hay quinielas, foros, apuestas y pasiones desatadas: «Este año toca mujer», «va a caer un europeo», «es la hora de África», «Murakami o motín». En los días previos, las casas de apuestas funcionan como oráculos ilustrados: la curva de Laffer nunca tendrá tanto gancho como Houellebecq o Anne Carson.

El Nobel de Literatura se ha convertido en un fenómeno pop, una combinación improbable de academia y espectáculo. Se lo debemos a su rareza: es el único de los Nobel que produce algo que cualquiera puede consumir o al menos sostener en el metro por si sale de refilón en alguna foto: un libro No todos saben cómo funciona el bosón de Higgs, pero cualquiera puede opinar si Krasznahorkai escribe frases demasiado largas. Y así, un galardón nacido para honrar la introspección terminó convertido en evento de masas.

Cada otoño, los mismos rituales. Aparecen listas de favoritos: el eterno Murakami, que ya merece un premio sólo por la constancia con que lo pierde; Margaret Atwood, que gana en las quinielas lo que traspapela en la Academia; Mircea Cărtărescu, nombre que muchos pronuncian como conjuro; y el inevitable escritor que nadie ha leído pero que todo el mundo finge conocer para no quedar como un bárbaro. Luego llega el anuncio, las exclamaciones en Twitter, la Wikipedia colapsada y la avalancha de fotos de portadas traducidas en diez idiomas. La literatura se convierte, por unas horas, en trending topic global. Es un milagro: un milagro trivial, pero milagro al fin.

Este año el ganador es László Krasznahorkai, húngaro de frases kilométricas y desesperanzas sublimes, editado en España por Acantilado —editorial que, por cierto, tiene el mejor instinto olfativo del gremio—: perdieron a Zweig porque caducaron los derechos y, para compensar, han pescado un Nobel vivo. Su literatura no es de digestión rápida, o eso me han contado. Mundos apocalípticos, letanías morales, la belleza del derrumbe. No es fácil, no es pop. Y sin embargo, su nombre se viralizó como un hit. La paradoja perfecta: un escritor de culto convertido en meme global gracias a una Academia sueca y a los algoritmos del entusiasmo.

En eso, el Premio Nobel es un espejo de nuestra época: la solemnidad del siglo XIX filtrada por la lógica del clic. No importa tanto quién gana como la emoción de apostar, acertar, indignarse o fingir sorpresa. El Nobel se ha vuelto conversación, y toda conversación es hoy contenido. Por eso el premio tiene tanto de espectáculo y tan poco de misterio. La Academia Sueca anuncia su veredicto con la misma expectación que la UEFA un sorteo de Champions. Hay planos de la puerta, de la sala, del micrófono. Falta el cronómetro. Y luego llega el nombre, pronunciado con ese tono de misa nórdica, y el planeta corre a googlear al nuevo elegido mientras los libreros descorchan cajas que no sabían que tenían. Un ritual anacrónico, pero eficaz.

En defensa del Nobel, es justo reconocerle un mérito involuntario: sigue consiguiendo que se hable de libros. Aunque sea para discutir si el ganador es suficientemente desconocido, suficientemente minoritario o suficientemente políticamente correcto. Que se discuta ya es un avance. Las polémicas literarias duran lo que un viral, pero cada tanto provocan un reencuentro con el placer del papel. Estos días, medio mundo ha buscado a Krasznahorkai, e incluso algunos lo leerán, y eso ya es más de lo que logran muchas campañas institucionales de fomento de la lectura.

La historia del Premio Nobel está llena de olvidos y excentricidades que alimentan su mito. Borges nunca lo ganó —«una antigua tradición escandinava», decía él—; Nabokov y Joyce tampoco. En cambio, se lo dieron a Churchill, quizá por su estilo al dictar telegramas de guerra. Sartre lo rechazó con solemnidad y una carta en Le Figaro donde aseguraba que no quería convertirse en institución; Bob Dylan lo aceptó sin aparecer; Doris Lessing recibió la noticia saliendo de un coche y exclamó un glorioso  «Oh, Christ». En los últimos años, la Academia ha alternado hombre y mujer, continente y continente, como si el galardón se repartiera por cupos, una especie de Gordo de Navidad cultural con reparto geográfico equitativo. Y cada vez que lo aciertan —como con Annie Ernaux o ahora con Krasznahorkai—, alguien protesta porque  «no toca».

Pero no conviene olvidar que este caos también tiene su encanto. El Nobel produce irritación, sí, pero también curiosidad. Nos recuerda que la literatura puede provocar pasiones públicas y que el libro aún puede generar conversación. Lo divertido es que la seriedad del premio contrasta con la ligereza con que lo consumimos. Al día siguiente del anuncio, se multiplican los perfiles del ganador escritos por quienes, hasta el día anterior, no sabían si el autor era húngaro o islandés; heme aquí. Los suplementos culturales desempolvan artículos y los libreros colocan el libro más corto del premiado en el escaparate, por razones humanitarias. Durante una semana, todo el mundo habla de literatura. A la siguiente, vuelve el silencio al gran público, hasta el próximo octubre.

Quizá ésa sea la verdadera función del Premio Nobel: recordarnos, una vez al año, que los escritores existen. Algunos vivos, incluso. Y que la literatura, aunque a veces parezca dormida, todavía puede irrumpir en el ruido general con la potencia de una explosión. Alfred Nobel estaría orgulloso, o perplejo, o ambas cosas. Su legado nació del remordimiento —el obituario que lo llamó  «mercader de la muerte» lo empujó a financiar la redención colectiva— y terminó convertido en circo mediático. Pero incluso los circos tienen su razón de ser: entretienen, deslumbran, y de vez en cuando recuerdan que lo extraordinario existe. Si el Nobel de Literatura se ha vuelto un fenómeno pop, que así sea: peor sería la indiferencia.

Entre tanto, los lectores jugamos a ser oráculos. Apostamos, discutimos, buscamos en la estantería algo que nos haga sentir parte de esa efervescencia. Luego quizá lo olvidemos, como todo lo que se convierte en tendencia. Pero mientras dura, algo se mueve. Por unas horas, la gente pronuncia el nombre de un escritor difícil, busca un libro imposible y, con suerte, se lo lee, y descubre que aún hay cosas que no entiende del todo. Eso, en los tiempos que corren, ya es una forma de fe.

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