Elogio del desorden

El abandono es una disposición activa de la fe; es su más perfecta demostración. De ahí, la alegría en la enfermedad; de ahí, la serenidad en medio del fracaso

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El Retiro se viste de franelas variadas, llega la melancolía a nuestras vidas —fall is coming— y todavía, ay, nos vemos incapaces de quitarnos la resaca del verano. Septiembre aún se apiada de nosotros, pero octubre ya empieza a sumergirnos de lleno en las nubes grises, plúmbeas, del querido curso y su rutina. Se impone, en vano, el orden. Y no llegamos: que si la familia y la casa patas arriba, que si las exigencias imposibles del trabajo, que si rezar y ser apóstoles, que si formarse y leer no sé cuántos libros de lo más interesantes… y todo ello con la sensación de que el día nunca da de sí lo suficiente.

Lo nuestro no consiste, lo sabemos, en la dictadura de la eficiencia. Estamos expuestos a ella y nos salpica, pero, en el fondo, aspiramos a una intención más noble, a un equilibrio de vida con centro en Dios y proyectado hacia los demás. Pero aún así fallamos y cabe la frustración lógica por no llegar, por la propia incapacidad o por la contrariedad inesperada.

Ante dicho panorama —me sorprendí lamentándome de vuelta a casa, ya entrada la noche, cansado tras un largo día—, se me ocurrieron dos reacciones. La primera, genuinamente cristiana, radica en un actitud en apariencia contradictoria: abandonarse. Para mucha gente sin fe, el abandono en Dios y su providencia solo puede leerse bajo la clave de una resignación comodona capaz de sortear las desdichas inexorables de la existencia, como una especie de panacea. Aquello que Nietzsche, siempre tan estimulante como equivocado, resumió bajo la célebre fórmula de la moral de esclavos. Creo, además, que la tentación del providencialismo —la idea de que todo acontece únicamente por disposición de la Divina Providencia— resulta hoy menos frecuente, al menos en Occidente, donde la fe vive inmersa en un clima descreído y secularizado. Pero, en el fondo, esto no es lo decisivo.

Cuando uno lee a Unamuno y compadece su tormento espiritual —en obras bellísimas, durísimas, y peligrosas o alentadoras, según sea el caso, como San Manuel Bueno, mártir o Del sentimiento trágico de la vida—, comprende que el abandono es el paroxismo del sí en la hora oscura. El abandono es una disposición activa de la fe; es su más perfecta demostración. De ahí, la alegría en la enfermedad; de ahí, la serenidad en medio del fracaso; de ahí, la fecundidad en el aparente vacío; de ahí, la luz en la oscuridad. Solo cuando el orden y las seguridades se resquebrajan, cuando la vida se impone con sus imprevistos y contrariedades, queda al descubierto la verdad del corazón: confiar o desesperar.

Y, por último, la segunda actitud, referida a nuestra manera de vivir el tiempo. Según su naturaleza, hemos heredado dos conceptos griegos: cronos (χρόνος), el tiempo lineal y cuantitativo, y kairós (καιρός), el tiempo cualitativo y oportuno. Hoy, sin embargo, hemos relegado el segundo en favor del primero: tanto en el cultivo personal como en nuestras relaciones, hemos antepuesto el hacer al dejarse hacer, la productividad a la fecundidad. Allí donde se resquebraja la tiranía de la agenda, surge la posibilidad de otro tiempo: el de la oportunidad, lo inesperado, el encuentro. El desorden interrumpe el cronos —ese compás que mide y contabiliza— y nos recuerda con suavidad, o con violencia, que la vida no cabe entera en los relojes.

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