La inmigración es un regulador de las cuentas públicas y de las grandes corporaciones. Un subproletariado que acepta remuneraciones por debajo de los precios de mercado de modo que, automáticamente, precariza todo el sistema laboral y provoca una disminución del poder adquisitivo del resto de trabajadores.
Cuando no cabe un inmigrante más, la política se encarga de buscar más argumentos que romanticen la invasión. Se ha apelado a la caridad con aquellos que huyen de la guerra o la miseria, a vendérnoslos como menores de edad desamparados e incluso a compararlos con ¡la Sagrada Familia! La baza que se juega últimamente, dado que es imposible seguir defendiendo a la procedente del norte de África, es la de la Hispanidad.
Como concepto geopolítico y posibilidad de futuro, la Hispanidad nos abre la que probablemente sea la única vía de hacer frente al globalismo. Sin embargo, la gesta de España en América hace 500 años está siendo utilizada para que, en ciudades como Madrid, sus gobernantes puedan blanquear los efectos que sobre la gente corriente tiene una inmigración desbocada, venga de donde venga.
Las servidumbres de Ayuso son las rentas altas y los fondos de inversión a los que ha regalado la capital española en bandeja de plata. Para ellos, las ventajas fiscales, el abaratamiento de la mano de obra y el cosmopolitismo hortera. Para los españoles, la lista de espera inaceptable en la Seguridad Social, la dificultad para llegar a fin de mes, la inseguridad en las calles, un país que cada vez se reconoce menos, y, eso sí, todos los acentos en el metro.