Lecciones de la infancia

Los cuentos, las historias, nos instruyen en infinidad de cosas y forjan un vínculo inexpugnable entre quien habla y quien escucha

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Recuerdo que cuando era pequeño mi plan favorito era, sin duda alguna, escuchar cómo mi padre me contaba historias antes de dormir. No sé si es producto de mi imaginación o realmente me acuerdo de los nervios y el entusiasmo que sentía por dentro al esperar, tumbado en mi cama, a que viniera mi padre y que me sorprendiera con cualquier cuento. La mayoría de veces trataban sobre anécdotas de su infancia, que eran mis favoritas porque conocía una parte de mi padre que me era desconocida; otras veces sobre historia de España, donde me enseñaba a amar a mis mayores y a la tierra que cuidaron; y también recuerdo las aventuras de Garraspín, que me enseñó que hasta comprar el pan puede ser la mayor aventura que pueda vivir uno en el día. Los cuentos, las historias, nos instruyen en infinidad de cosas y forjan un vínculo inexpugnable entre quien habla y quien escucha, sobre todo si el cable que los une es el amor. Historias reales o de ficción, la gran instrucción paternal fue que el enemigo acaba perdiendo y que la lucha siempre es un deber.

Quizás el mayor legado que me regaló mi padre durante aquellas noches de infancia fue la capacidad de admirar y de escuchar. Ambas cosas son imprescindibles, junto a una sólida educación, para discernir lo bueno de lo malo, lo bello de lo grotesco y lo verdadero de lo engañoso. Son elementos fundamentales para descubrir lo que nos rodea y para aprender el porqué y el para qué de las cosas. Saber apreciar una buena amistad, maravillarse ante un corazón noble, actuar bien porque de esto no se arrepiente nunca, agradecer las cosas buenas que te ocurren y no inquietarse ante las malas. Incluso aprender de ellas.

Dicen que la vida está hecha de instantes, que la suma de ellos produce nuestra vida. Casi que la definen usando un algoritmo donde tenemos que ir despejando incógnitas, que son aquellos instantes solitarios, para averiguar si nuestro paso ha sido satisfactorio o un desastre. Me parece una creencia determinista y fría, donde la naturalidad y la alegría no caben porque las constreñimos a un mero momento azuzados por el miedo. También pienso que es una tentación concebir la vida así ya que no dejamos espacio a la responsabilidad y al compromiso. ¿Por qué iba a sentirme mal por un hecho que ocurrió en un momento concreto y que apenas tuvo consecuencias? ¿De qué me sirve? ¿Qué más da comprometerse si al final todo acabará?

Los lamentos y las quejas por no hallar una masculinidad fuerte y una feminidad generosa son, en el fondo, angustias y agobios por un futuro que seguirá los pasos del presente. Creer que nuestra existencia se reduce únicamente a instantes, momentos, conduce a una concepción superficial y banal de la vida que, desgraciadamente, desemboca en el profundo océano conocido como nihilismo. La crisis de masculinidad y feminidad son crisis de autenticidad, de trascendencia. Se puede reducir a una falta de miras, a un desconocimiento de cómo observar el mundo que nos rodea. Esto se trata, ni más ni menos, que de pobreza espiritual.

Quienes creemos en la eternidad sabemos que nuestro andar por el mundo es lineal. Nuestro pasado no es una colección de momentos aislados, sino que nuestros hechos están unidos por una razón y que nuestro presente es un don que recibimos. Nuestro futuro no está condicionado por la incógnita, sino por la esperanza. Paradójicamente, esta creencia no nos lleva a desentendernos del mundo, sino que nos llama a meternos más si cabe en él. Sólo así sabemos paladear los pequeños gestos del día, por nimios que puedan parecer a simple vista, porque sabemos reconocer su singularidad. La entrega y la responsabilidad son, por tanto, medios para vivir plenamente porque sólo quien se entrega y sabe que sus actos y palabras importan, está capacitado para querer. Arriesgarse a lanzarse no es una empresa loca que nos tienta ni los obstáculos que vislumbramos nos desmotivan; todo lo contrario, aun con el temor de que todo puede salir mal, nos lanzamos a ello porque no dudamos de que la razón que nos mueve a actuar es más grande que la propia vida.

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