Hace poco, un vídeo del comunicador Bill Maher se hizo viral. Maher no es cristiano ni simpatizante del cristianismo. De hecho, ha hecho carrera ridiculizando la religión. Y, sin embargo, con gesto serio, afirmaba que, si los medios no te estaban contando lo que sucede en Nigeria, es porque te estaban desinformando. De golpe, millones de personas se sorprendían: ¿qué ocurre en Nigeria que no sabíamos?
Lo paradójico es que Maher tiene razón, pero llega tarde. Desde hace más de una década, Nigeria es escenario de una masacre contra los cristianos que cumple todos los criterios de un genocidio. Más de 125.000 han sido asesinados desde 2009. En 2023 murieron 8.200 y 7.800 fueron secuestrados. En los primeros ocho meses de 2025, la cifra ya superaba los 7.000 asesinados, con un promedio de 32 muertos al día. Aldeas arrasadas, iglesias quemadas —más de 19.000 destruidas desde 2009— y comunidades desplazadas son la norma, no la excepción. El 69% de los cristianos asesinados en todo el mundo este año murieron en Nigeria.
La pregunta entonces no es si Maher tiene razón al decir que esto está oculto, sino por qué alguien como él decide hablar ahora. Si la persecución de cristianos en Nigeria ha sido sistemáticamente ignorada por los grandes medios y por líderes internacionales durante años, ¿por qué empieza a circular ahora como un descubrimiento repentino? La respuesta está en la geopolítica.
El genocidio cristiano silenciado durante años
En la práctica, la tragedia nigeriana ha sido invisibilizada porque no encaja en las narrativas hegemónicas. Gobiernos occidentales, ONG y grandes medios prefieren hablar de Gaza, Siria o Afganistán, porque esos conflictos encajan en un esquema claro de «víctimas» y «opresores» que se ajusta a intereses estratégicos. Los cristianos asesinados en Nigeria no sirven a esa agenda: no hay un enemigo fácil de señalar, no se pueden vincular a los mismos marcos ideológicos y, sobre todo, su sufrimiento cuestiona el mito de que la persecución religiosa ya no existe en el siglo XXI.
Las cifras son tan claras que ni siquiera necesitan exageración. Casi 17.000 cristianos asesinados sólo entre 2019 y 2023. En términos proporcionales, Nigeria concentra una de las mayores masacres religiosas de nuestro tiempo. Y, sin embargo, ningún presidente de la Comisión Europea, ningún secretario general de la ONU y ningún líder occidental ha convocado una cumbre internacional para hablar de ello. Tampoco los medios han hecho especiales llamando a la intervención militar internacional.
Detrás de la violencia actúan grupos que todos conocemos: Boko Haram, ISIS en África Occidental, milicias fulani radicalizadas. Son actores con vínculos regionales y globales, a menudo conectados con redes de financiación internacional. Si esta violencia proviniera de regímenes asociados a Moscú o a Pekín, los titulares llenarían portadas y los informes oficiales reclamarían sanciones. Pero al tratarse de cristianos, la reacción es el silencio. Y también, quizás, porque es mejor no indagar mucho en quiénes son sus «dueños».
Cuando el silencio se convierte en cortina de humo
El problema es que ahora se empieza a hablar de Nigeria, pero no para defender a los cristianos. Se habla de Nigeria como parte de un relato más amplio: distraer la atención sobre Gaza. No es casualidad que Maher, y otros comunicadores occidentales, descubran de pronto este genocidio en un momento en que la cobertura mediática sobre Palestina se ha vuelto omnipresente y polarizante.
La maniobra es sencilla. Primero se oculta durante años la masacre cristiana. Después, cuando conviene desplazar el foco de la opinión pública, se saca a relucir el drama nigeriano como un «descubrimiento» que obliga a preguntarnos por qué nadie nos lo había contado. Lo que en realidad se busca no es justicia para las víctimas, sino utilizar su sufrimiento como cortina de humo para silenciar otros debates.
Este patrón no es nuevo. Durante décadas, las grandes potencias han instrumentalizado tragedias humanitarias para justificar intervenciones militares en Asia Central o Medio Oriente. El ISIS mismo, que ahora asesina cristianos en Nigeria, fue presentado en su momento como la gran amenaza global, pero su sombra se usa según convenga: en Siria se convirtió en excusa para cambios de régimen -hoy blanqueados-, mientras en África se ignora salvo cuando sirve a intereses estratégicos.
Terroristas buenos, terroristas malos
La contradicción alcanza niveles grotescos cuando vemos a líderes con pasados ligados al terrorismo recibir reconocimiento internacional en Naciones Unidas. El presidente sirio, por ejemplo, pasó de ser un paria señalado como criminal a hablar en la tribuna de la ONU con legitimidad plena. Hemos llegado al absurdo de distinguir entre «terroristas buenos» y «terroristas malos», dependiendo de a quién sirvan sus acciones en la geopolítica global.
Con el caso de Nigeria podemos apreciar esa misma dinámica. Los asesinos de cristianos pueden operar durante años sin que la comunidad internacional se inmute. Pero en cuanto conviene desplazar la atención de Gaza, el genocidio cristiano aparece en la conversación, no para solucionarlo, sino para manipularlo.
La persecución de los cristianos en Nigeria no es sólo una tragedia humanitaria, es un espejo moral. Nos obliga a preguntarnos por qué millones de vidas son sistemáticamente ignoradas, y por qué su sufrimiento sólo aparece cuando sirve de cortina de humo. Si la vida de más de 125.000 cristianos asesinados en quince años no merece titulares, ¿qué nos dice eso sobre la sinceridad de los valores que decimos defender en Occidente?
Lo más incómodo es reconocer que la fe cristiana sigue siendo, en muchas regiones del mundo, la última barrera frente a proyectos ideológicos y geopolíticos que buscan remodelar sociedades enteras sin Dios trino y sin libertad religiosa. Silenciar su persecución no elimina esa verdad, sólo la esconde.