El pasado 14 de abril la izquierda española no perdió la oportunidad para ensalzar las bondades de la Segunda República. Alberto Garzón, por ejemplo, aseguró que el periodo republicano fue un intento de construir un régimen democrático y social, siendo abortado por una oligarquía golpista.

Dejando a un lado el relato tan simplón y pueril, no está de más en insistir en que aquella etapa tuvo poco de democrática, pues habrá mucha gente bienintencionada que todavía lo crea a estas alturas. Prueba inequívoca de ello es que los principales alentadores de los vientos de cambio republicano en 1931 acabaron decepcionados una vez la maquinaria del nuevo régimen comenzó a girar. Este desencanto se cristaliza en tres nombres: Ortega y Gasset, Pérez de Ayala y Gregorio Marañón.

Los tres intelectuales contribuyeron con sus plumas a la llegada del régimen republicano. Probablemente más que Queipo de Llano, los fusilados Galán y García Hernández y todos los firmantes del Pacto de San Sebastián. Años más tarde aquel triunvirato acabaría lamentando con inmensa amargura su nefasta contribución.

Probablemente de los tres el más entusiasta republicano fue Ortega y Gasset. El filósofo, radicalmente contrario a la dictadura de Primo de Rivera, publicó el 30 de noviembre de 1930 un mítico artículo en el diario El Sol llamado El error Berenguer. En opinión del intelectual, Alfonso XIII había unido su destino al de Miguel Primo de Rivera al aceptar la dictadura del militar. Tras la caída del dictador jerezano, Gasset consideraba que no podía hacerse como si nada hubiese pasado. Sus críticas a Alfonso XIII le convirtieron en generador de corrientes de opinión en favor de la República. Con sus columnas terminó por atraer a su trinchera a otros dos intelectuales de renombre: Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala. Aquel famoso trío terminaría fundando el 10 de febrero de 1931 la Asociación al Servicio de la República, siendo conocidos como Los padres de la República.

No tardó demasiado tiempo Ortega y Gasset en arrepentirse de haber contribuido a la llegada del nuevo régimen. Conocidísimo es su artículo titulado No es esto, no es esto, publicado en septiembre de 1931, sólo unos meses después del nacimiento. En el mencionado artículo advertía lo siguiente: «La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo». Gasset, representante de una derecha moderada y liberal, no podía permanecer impasible ante los signos revolucionarios y de autoritarismo que desde bien temprano empezaba a mostrar la neonata república.

Con el paso de los meses, el descontento no hizo sino aumentar. Hastiado con la arbitrariedad y sectarismo de las autoridades republicanas, decidió disolver la Asociación al Servicio de la República, en septiembre de 1932.

El inicio de la Guerra Civil le sorprendió en Madrid, donde pasaría los primeros meses del conflicto. Allí tuvo que soportar la continua presión de milicianos frentepopulistas para que firmara manifiestos en favor de la República. En una de aquellas visitas lo amenazaron con la muerte si se negaba a firmar el manifiesto que los milicianos llevaron consigo. Sintiendo el aliento de los milicianos en la nuca, y viendo el clima de represión generalizada que se había desatado en el Madrid republicano contra todo aquel considerado desafecto al régimen, consideró que era mejor hacer las maletas y poner tierra de por medio. Así, emprendió viaje a París en agosto de 1936. Instalado en el país galo, vio como sus dos hijos se alistaron en el ejército nacional.

También Gregorio Marañón experimentó el mismo proceso interno —a nivel político— que Gasset. Tanto se implicó Marañón en conseguir el éxito de la causa republicana que prestó su casa para que los líderes republicanos negociasen la transición con los monárquicos el mediodía del 14 de abril. Una vez estallado el conflicto, también sufrió la presión de los milicianos. Viendo peligrar su vida, se refugió con su familia en la embajada de Polonia, desde donde consiguió escapar hacia París. Volvería a España en 1945. Durante la guerra, su hijo Gregorio dejó la comodidad parisina para alistarse en el ejército de Franco. El vástago del ilustre médico terminaría siendo procurador en las Cortes franquistas. En marzo de 1939 escribiría Marañón en una carta a Pérez de Ayala: «Horroriza pensar que esta cuadrilla hubiera podido hacerse dueña de España. Sin quererlo siento que estoy lleno de resquicios por donde me entra el odio, que nunca conocí. Y aun es mayor mi dolor por haber sido amigo de tales escarabajos».

El mismo recorrido vital de Ortega y Marañón fue el que realizó Pérez de Ayala. De ser un acendrado republicano pasó a mostrar su apoyo al ejército de Franco una vez estallada la guerra. El que fuese Premio Nacional de Literatura había sido el tercer firmante de del manifiesto de la Agrupación al Servicio de la República. Fue diputado hasta 1933, director del Museo del Prado y embajador en de España en Londres. De su último cargo dimitió en junio de 1936, viendo la deriva revolucionaria en la que España se había imbuido tras la victoria del Frente Popular. En el año 1938 publicó un artículo para el diario The Times en el que mostraba su apoyo a la causa franquista: «Desde el comienzo del movimiento nacionalista, he asentido a él explícitamente y he profesado al general Franco mi adhesión».

Desde el exilio francés los tres ilustres españoles intentaron quitar la venda de los ojos a aquellos intelectuales extranjeros que, probablemente bienintencionado pero equivocados, hacían campaña en favor de la causa republicana.

Aquellos tres intelectuales soñaron con una República civilizada que significara un soplo de aire fresco. Aire que trajera consigo las reformas que la España de 1931 pedía por los cuatro costados. No pudo ser. Y por ello repitieron en numerosas ocasiones su arrepentimiento por haber colaborado en el advenimiento de la República. Cierto es que después de la guerra no fueron fervorosos franquistas, pues el régimen nacido en Burgos en el año 1936 los miraba con cierta distancia. Pero es innegable que el testimonio de aquellos tres hombres libres sirve para dar buena cuenta de que la Segunda República no fue un paraíso terrenal.

Una vez más la realidad histórica, gélida e inalterable, escapa de las garras de los políticos manipuladores que únicamente pretenden sembrar discordia. La Segunda República no fue aquel oasis de paz, prosperidad y libertad que nos intenta vender la izquierda política con la colaboración de sus distintos satélites. Y no hay mayor prueba de ello que la enorme decepción y sentimiento de amargura que invadió a aquellos intelectuales que hicieron posible el nacimiento de aquel régimen.