La memoria tiene algo de batiburrillo. Mezcla las imágenes sin orden ni concierto. Auxiliada por la imaginación, que es la loca de la casa, va cogiendo de aquí y de allá. Uno no se da cuenta, pero las ideas más personales también se van haciendo en ese aluvión: un agua subterránea arrastra todo tipo de materiales (libros, películas, conversaciones) y, con el tiempo, se forma un sedimento. Digo lo anterior porque sólo así podré explicar que hoy se me hayan presentado juntos Astérix y Obélix, Mariano José de Larra y Living, una película reciente.

Será que la memoria mezcla las cosas con cierto sentido. El batiburrillo es sólo aparente. A poco que uno se pare a desenredar el pensamiento, la conexión entre lo heterogéneo se hace patente. A mí me han visitado Astérix, Larra y el actor Bill Nighy para que, por un lado, desate aquí mi odio africano contra la burocracia, y, por otro, proponga algún remedio (porque uno no pretende contribuir al ruido de la queja cansina y al uy-uy-uy de tantos).

Astérix viene a cuento por ese episodio hilarante de Las Doce Pruebas que se titula La casa que enloquece. Los dos galos sólo tienen que conseguir el formulario A38. Misión harto difícil. Desde el primer momento se topan con la obstinación administrativa. Un ujier sordo les ignora y les remite a «la ventanilla 1, por el pasillo de la izquierda, la última puerta a la derecha». No hay tal puerta. Y, a partir de ahí, los solicitantes peregrinan por diversas oficinas, servicios y ventanillas. Un prefecto interviene de forma perfectamente inútil. Se pierden entre pasillos y formularios. Obélix pierde la serenidad: allí no sirve para nada el brebaje mágico. El sabio Astérix decide entonces que, para pelear con la administración, hay que emplear sus propias armas, y fundamenta su solicitud en una nueva (e inexistente) circular B65, que cita con aplomo. Los funcionarios, afectados fatalmente por la ignorancia de ese último recoveco burocrático, colapsan y acaban enloqueciendo.

Leí luego el Vuelva usted mañana de Larra. Es una genialidad: casi doscientos años después, sigue vigente. Monsieur Sans-délai [el Señor Sin-demora] llega a España con la intención de rematar diversas gestiones en quince días. Intento vano. Lleno de vigor, y queriendo llevar adelante su propósito decidido, afirma: «Yo les comunicaré a todos mi actividad». Larra le responde: «Todos os comunicarán su inercia». Durante meses, el expediente pasa «al ramo, establecimiento y mesa correspondientes». Al final, la resolución es esta: «A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado». Larra explica muy bien por qué: «Es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas». La frase pide mármol.

Algo parecido sucede en Living, la película que adapta Ikiru [Vivir], de Akira Kurosawa. Londres, 1950. La ciudad se reconstruye tras la II Guerra Mundial. El señor Williams (qué interpretación la de Bill Nighy) es un funcionario mayor que contribuye con tesón a una burocracia ineficiente. El papeleo crece en las mesas, formando pilas enormes que esconden los rostros. Williams es una pieza más en ese sistema inmóvil. Cada vez que acumula en su bandeja otro expediente que jamás tendrá respuesta, se excusa diciendo lo siguiente: «No hace ningún daño». Recibe entonces un diagnóstico médico fatal. Ha de aprovechar al máximo sus últimos meses de vida. Pero no sabe cómo hacerlo. Da algún tumbo. No encuentra la vitalidad que necesita. Entona un viejo canto escocés, pero no lo termina. Irrumpe una chica joven que le hace cambiar de perspectiva. Hasta aquí el spoiler. Creo que el lector que aún conserve la delicadeza debería ver Living.

Podrá así descubrir que el remedio a tanta inercia, a tanta pereza, a tanta «diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno» (Larra), aparece siempre en el encuentro con una persona a la que se atiende y se cuida. La burocracia se diluye al contacto con el afán de servicio. El papeleo arde delante de un rostro amable. La rigidez desaparece si no ayuda a quien tenemos enfrente.

Y es que, cuando uno se arrima a las inquietudes ajenas y, aunque duelan, las hace propias, sobran ya los formularios (incluido el A38). Cuando nos enteramos de las cosas, superamos esa costumbre administrativa de negarlas y de ponerle pegas a todo. Cuando, sin intermediarios ni burocracia, miramos a los demás a la cara, empezamos a habitar —literalmente— la casa de la cordura.

Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).