El 3 de julio de 1549 se produjo un devastador incendio en el Hospital Real de Granada. La voracidad de las llamas hizo imposible atajar el fuego por lo que todos empezaron a temer por la supervivencia de los presentes. Ninguno de los asistentes podía imaginar lo que a continuación iba a suceder. De entre las llamas apareció Juan de Dios y ante la mirada atónita de los atemorizados enfermos y cuidadores se dispuso a salvar a los que imploraban socorro. Según cuentan sus biógrafos, cuando todos daban por perdida su vida, el fundador de la Fraternidad Hospitalaria volvió a aparecer entre las llamas y el humo con las cejas chamuscadas. Esta es la vida de un hombre cuya grandeza de espíritu sirvió para dar consuelo a aquellos que más lo necesitaban.
En diciembre de 2005, Benedicto XVI promulgaba la encíclica Deus caritas est en la que definía el significado de la palabra amor y establece que las actividades caritativas de la Iglesia deben de ser una expresión sincera del amor al prójimo, por lo que no puede quedarse al margen de la lucha por la justicia, pero no por motivos políticos sino como servicio de amor desinteresado. En la segunda parte de la encíclica, dedicada a mostrar «cómo cumplir de manera eclesial el mandamiento del amor al prójimo», el papa se refería a los santos: «Contemplemos finalmente a los santos, a quienes han ejercido de modo ejemplar la caridad». Entre otros rindió homenaje a Martín de Tours, a Francisco de Asís, a Ignacio de Loyola, Teresa de Calcuta o a san Juan de Dios.
Durante mucho tiempo se creyó que Juan de Dios era originario de Montemor o Novo (Portugal) pero hoy sabemos que el futuro fundador de la Orden Hospitalaria nació en Casarrubios del Monte (Toledo) en el año 1495 y en el seno de una familia acomodada. Poco después de su nacimiento, el pequeño Juan abandonó el hogar familiar y marchó hacia Portugal, pero no por mucho tiempo, porque hacia el 1503 regresó para fijar su residencia en Oropesa (Toledo) donde vivió y trabajó en la casa de Francisco Mayoral, mayordomo del conde de Oropesa. Allí, en compañía de su amigo Alonso de Orozco, recibió una educación cristiana y los estudios propios de la época. Fue un tiempo feliz, una época en la que Juan disfrutó de su trabajo de pastor y como encargado de suministrar todo tipo de provisiones y bastimentos a los compañeros que cuidaban de los rebaños del conde de Oropesa. Cuando cumplió los veintiocho años, siendo como era un joven apasionado y soñador, sintió la llamada de las armas por lo que marchó a Fuenterrabía para servir a las órdenes de Carlos V.
Inicios castrenses
Juan partió hacia el frente, con el ardiente deseo de vivir innumerables aventuras. Por desgracia, el inicio de su vida castrense no fue tan prometedor como el que se había imaginado porque al llegar a su destino, sus superiores le ordenaron partir, acompañado de una indomable yegua, en busca de unos víveres que, cada vez más, empezaban a escasear entre los compañeros de armas. Por desgracia, a mitad de camino, la jaca arremetió contra el desprevenido soldado y tras derribarlo le asestó una certera coz en la cabeza, tan contundente que a punto estuvo de enviarlo al otro barrio. Nos cuentan sus biógrafos que Juan de Dios perdió el conocimiento, pero tras volver en sí, cuando ya se creía cercano a la muerte, invocó a la santa Virgen María quien, al parecer, tuvo a bien salvar la vida de este hombre destinado a llenar de esperanza a los que carecían de ella. Con mucho esfuerzo logró regresar al campamento y allí, entre las miradas de asombro de sus compañeros, relató lo sucedido. Cuando recuperó las fuerzas, su capitán le encargó una nueva misión. Esta vez nada podía salir mal, lo único que debía hacer el bueno de Juan era vigilar las vituallas que le habían dejado a su cargo, pero, como consecuencia de un fatal descuido, algún desaprensivo las sustrajo. Tras enterarse de lo sucedido, el capitán puso el grito en el cielo por la ineptitud y la incompetencia del negligente Juan por lo que, sin pensárselo dos veces, mandó ahorcarlo a pesar de las súplicas de sus compañeros. Por fortuna, Juan volvió a salvar el pellejo gracias a la oportuna intervención del generoso duque de Alba, por lo que el muchacho pudo abandonar el lugar y regresar a su añorada Oropesa donde, por fin, pudo recuperar la añorada vida tranquila de pastor en casa de don Francisco Mayoral.
Terminaba, de esta manera, la primera etapa de su carrera militar. Juan reencontró la felicidad en el hogar de su señor, pero en su mente siempre anidó el deseo de resarcirse de sus antiguos fracasos, por lo que en 1529 volvió a las andadas y se enroló en las tropas del conde de Oropesa para combatir a las huestes turcas que, por aquel entonces, amenazaban Viena. Tras la gesta protagonizada por los defensores cristianos frente a los 200.000 soldados turcos —cabe destacar la impagable contribución de los 700 arcabuceros españoles en su defensa de la zona norte, impidiendo al enemigo establecerse en las vegas del Danubio—, Juan regresó a la patria, desembarcando en La Coruña el 4 de octubre de 1532. Desde allí, fue en peregrinación hasta Santiago de Compostela movido por su deseo de recuperar la paz y reencontrarse con Dios. La experiencia tuvo un fuerte impacto en su alma porque, desde entonces, su vida ya nunca volvería a ser igual.
A finales de 1532 lo encontramos en Montemor (Portugal), en el pueblo donde pasó los primeros años de su infancia, pero no por mucho tiempo, porque poco después dirigió sus pasos hacia Ayamonte y después a Sevilla, donde ejerció como pastor a las órdenes de la madre del duque de Medina Sidonia. Fueron estos unos años de intensa actividad y continuos viajes. En 1533 lo vemos en Ceuta, trabajando como peón de albañil en la construcción de las fortificaciones de la ciudad con el objetivo de ganar unas cuentas monedas para socorrer a la familia de un compañero portugués que sufría la condena del destierro. Después de varios meses de intenso trabajo, volvió a hacer las maletas y puso rumbo en dirección a Gibraltar. En su nuevo destino ejerció como librero, pero la mayor parte del tiempo la dedicó a la oración y a la meditación; Juan se sintió como un hombre nuevo, un ser reconciliado consigo mismo, por lo que se dispuso a iniciar una nueva vida con el único deseo de servir a los hombres. En 1533 abandonó Gibraltar y marchó hacia Granada donde tendría ocasión de cumplir la misión para la que había sido llamado.
«Granada será tu cruz y por ella verás la gloria de Jesús»
Cuenta la leyenda que, durante el trayecto, a su paso por Gaucín, se produjo un episodio sorprendente que quedó grabado en la memoria de generaciones futuras. Cuando estaba cerca de su destino, se encontró con un niño que parecía deambular sin rumbo fijo por lo que Juan, afligido, le regaló sus sandalias y lo cargó sobre sus hombros. Ante la muestra de bondad y humanitarismo del de Toledo, el joven abrió una granada y tras contemplar su interior lanzó una profecía: «Mira Juan de Dios, Granada será tu cruz y por ella verás la gloria de Jesús». Al fin, en una fecha cercana a la Navidad de 1533, Juan llegó a la ciudad con la que tanto había soñado y se estableció en un lugar cercano a la Puerta Elvira, donde siguió ejerciendo su oficio de librero, pero no fue por mucho tiempo.
Viajamos en el tiempo hasta una fría mañana del 20 enero de 1534. En Granada se celebra una fiesta en la ermita de los Mártires, frente a la Alhambra, en honor de san Sebastián. Allí vemos a san Juan de Ávila ante una numerosa congragación que asiste, extasiada, casi sin parpadear, al sermón que está dando el maestro de Teología cuando habla sobre el valor del mártir Sebastián que, a pesar de los tormentos, nunca renegó de su fe en Cristo. Entre los asistentes destacamos a Juan de Dios que sale de la ermita con un brillo extraño en sus ojos. Inmediatamente, marcha hacia su tienda con las ideas muy claras: va a distribuir sus libros y sus bienes materiales. A continuación, empieza a deambular por las calles de la ciudad, descalzo y medio desnudo, pidiendo misericordia a Dios y perdón por sus pecados. Sus amigos, preocupados, no encuentran mejor idea que acudir a Juan de Ávila que asiste, maravillado, al relato del futuro fundador de la orden Hospitalaria. Juan de Dios le cuenta sus vivencias, sus fracasos, le confiesa sus errores, por lo que el maestro le termina adoptando como discípulo y le anima a iniciar una nueva vida dedicada al servicio a Jesucristo.
Fue tan intensa la fe de Juan de Dios que, desde el principio, se impuso duras penitencias; dormía muy pocas horas al día, apenas comía, por lo que, debido a su preocupante debilidad, tuvo que ser internado en el Hospital Real donde fue testigo de la inhumanidad con la que se trataba a los enfermos. Su estancia no fue larga, pero tuvo el tiempo suficiente para comprender cual debía ser su misión, denunciar los malos tratos y luchar por los derechos y la dignidad de los enfermos. Tras abandonar el centro, Juan dirigió sus pasos hacia Montilla para visitar al padre Ávila y comunicarle su vocación hospitalaria. Su mentor, con acierto, le aconsejó visitar el famoso monasterio de Guadalupe ya que, en este lugar, uno de los grandes centros espirituales de España, había un hospital, un albergue de peregrinos y una farmacia. Entusiasmado, Juan se puso nuevamente en camino y llegó a su nuevo destino, al monasterio de Guadalupe, donde fue muy bien recibido y adquirió unos sólidos conocimientos de enfermería que, después, puso en práctica cuando inició su obra hospitalaria.
Cuando regresó a Granada, Juan de Dios visitó los hospitales de la ciudad. La visión le tuvo que resultar desalentadora. Sin suficientes camas, no era extraño encontrar a los enfermos, sobre todo los desheredados de la sociedad (mendigos y expósitos), yacer en el suelo sin ningún tipo de atención. Frente a los poderosos, que disfrutaban de todas las comodidades, los marginados, las rameras, los galeotes no tenían acceso a ningún tipo de medicina y, además, solían ser tratados con desprecio por los enfermeros. Movido por el mensaje del Evangelio, el de la misericordia, Juan se entregó en cuerpo y alma a buscar una solución y una respuesta adecuada para ofrecer consuelo a aquellos que más lo necesitaban.
Misión hospitalaria
Se inició entonces su misión hospitalaria con la fundación de un pequeño centro en la zona de la Pescadería, pero al acoger a todos los pobres y maltratados de la vida que veía desamparados por las calles de Granada, muy pronto la fundación se le quedó pequeña. Entregado a la causa hospitalaria, Juan recogía a los enfermos, traía el agua, fregaba las ollas, limpiaba y barría el suelo y, cuando caía el sol, pedía limosna para poder comprar alimentos y medicinas para sus pobres. El primer hospital, propiamente dicho, lo fundó en Lucena, convirtiéndose en un lugar abierto a todos los enfermos, hacia donde los más débiles acudían en busca de la misericordia que no habían logrado encontrar a lo largo de sus vidas. Juan de Dios, además de por su humanitarismo, destacó por sus dotes organizativas y su asombrosa capacidad de trabajo, por lo que se puso manos a la obra y armó numerosas camas para los más dolientes. Por supuesto, cuando se corrió la voz sobre lo que estaba ocurriendo en la calle de Lucena, empezaron a acudir más y más enfermos para recibir los cuidados de médicos, enfermeros y voluntarios devotos movidos por el único deseo de servir al prójimo. Ramiro de Fuenleal, presidente de la Chancillería, impresionado por la labor social y evangélica del amigo de los pobres y los enfermos, le dio el nombre con el que se le conocería desde entonces, Juan de Dios, un hábito y lo confirmó como fundador de la Orden Hospitalaria.
Cuando el hospital de Lucena se quedó pequeño, realizó una nueva fundación, el hospital de la calle Gomeles con la ayuda de Antón Martín y su queridísimo compañero Pedro Velasco. En esta «casa de Dios», según el propio Juan, se recibió a «enfermos que aquí se encuentran tullidos, mancos, leprosos, mudos, locos, paralíticos, tiñosos, otros muy viejos y muchos niños». No contento con ello, continuó pidiendo limosnas y el apoyo del arzobispo por lo que, después de mucho esfuerzo, pudo iniciar las obras para la construcción del actual Hospital de San Juan de Dios de Granada. Estamos a mediados del siglo XVI y hablamos de un auténtico hospital donde los enfermos se colocan por especialidades, donde se separa a hombres y mujeres, donde trabajan enfermeros, voluntarios, sacerdotes y auxiliares dedicados a las tareas administrativas.
En 1548 empezó a extenderse la Fraternidad Hospitalaria con la creación de un centro en la ciudad de Toledo y después, con el viaje que hace a Valladolid en compañía de Pedro Velasco, donde llega a entrevistarse con el entonces príncipe regente Felipe II, quien quedó maravillado por la obra de Juan por lo que le recompensó generosamente. El problema es que todo lo que conseguía lo terminaba repartiendo entre los pobres, por lo que su amigo Pedro le recordó la necesidad de guardar parte del dinero para el hospital de Granada, a lo que el santo respondió: «Hermano, darlo acá, o darlo allá, todo es darlo por Dios, que está en todo lugar y donde quiera que haya necesidad, debe ser socorrida». Su ansia de ayudar a los necesitados no parecía tener fin; al final, tuvo que regresar a Granada sin una moneda en el bolsillo, descalzo y sobreviviendo gracias a las limosnas. El viaje fue tan duro que cayó enfermo y su salud quedó debilitada hasta el final de sus días.
Aún tuvo tiempo de demostrar su grandeza de espíritu y sus muchas virtudes cuando, con las fuerzas mermadas por la enfermedad, se jugó la vida durante el incendio del Hospital Real de Granada de 1549 sacando a los enfermos para librarlos de una muerte segura. No fue esta su única heroicidad porque en el invierno de este mismo año, Juan de Dios se tiró al Genil para salvar a un joven que había caído al río mientras recogía leña. El futuro santo estuvo cerca de perecer ahogado, pero sacó fuerzas de flaqueza y, con mucho esfuerzo, pudo salir de las gélidas aguas del Genil. Juan de Dios se salvó, pero su actuación generosa y desinteresada le provocó una severa pulmonía de la que no pudo recuperarse.
Vocación hasta el final
El final es intuía cercano, su estado de salud se fue deteriorando progresivamente, pero, aun así, siguió mostrando su determinación para salir a las calles de Granada y pedir limosna para sus pobres. La fiebre no remitía, por lo que reunió a sus hermanos y seguidores para pedirles que a nadie le faltase nada, que no se olvidasen de los ancianos, de los niños desvalidos, de los que tenían nada que echarse a la boca. El enfermo siempre debía ser el centro de atención, todo se debía organizar en función de la dignidad del ser humano y de su integridad como persona hecha a imagen y semejanza del Padre. Sin fuerzas, sin ser capaz de levantarse de la cama, Juan de Dios cedió a las peticiones de los señores de Pisa para que pasase los últimos momentos de su vida en una habitación de la casa que habían preparado con sumo cuidado. Cuando los pobres lo vieron salir del hospital rompieron en lágrimas. Inmediatamente, se empezaron a escuchar alaridos por todas las calles de Granada. Los prohombres de la ciudad no quisieron perder la oportunidad de visitarle y confortarse ante su presencia, entre ellos el arzobispo Pedro Guerrero, que le confortó con santas palabras y le administró los sacramentos. Después de animarle para emprender el camino hacia la eternidad le preguntó si tenía algo de qué arrepentirse y si había algo que él pudiera hacer. Juan de Dios contestó: «Padre mío y buen pastor, tres cosas me dan cuidado. La una lo poco que he servido a nuestro Señor habiendo recibido tanto. La otra, los pobres que le encargo y gentes que han salido de pecado y mala vida y los vergonzantes. Y la otra, estas deudas que debo, que he hecho por Jesucristo». Ante estas palabras el arzobispo prometió tomar a los más necesitados a su cargo. Así, Juan de Dios pudo descansar en paz. Con un último esfuerzo, logró levantarse de la cama, ponerse de rodillas y abrazando un crucifijo exclamó: «Jesús, Jesús, entre tus manos me encomiendo». Después se hizo el silencio. Juan de Dios murió el 8 de marzo de 1550. Toda Granada lloró su partida.
Fue beatificado el 7 de septiembre de 1630 por Urbano VIII, y Alejandro VIII lo canonizó el 16 de octubre de 1690. León XIII, el 22 de junio de 1886, le nombró patrono de los enfermos y, el 28 de agosto de 1930, Pío XI le hizo también patrono de todos los que se dedican a la asistencia de los enfermos. Hoy, Granada tiene el honor de contar con él como copatrón de la ciudad.